lunes, 26 de agosto de 2019

RABO DE RATÓN



Siempre en época de vacaciones me viene a la cabeza una época de mi juventud, en mi último curso de bachiller, en la que pasé una época en silencio. En ese silencio que da la tranquilidad de espíritu. Ese silencio es distinto a cualquier otro que podáis imaginar. Un silencio que te envuelve y te dice que sigas tranquilo, que no pasa nada, que el silencio es solo silencio y te ayuda a oírte. Ese silencio de algunos ratos, en los que debía respetarlo, me ha acompañado toda la vida y me viene  a la mente muy a menudo. En aquellos días de retiro teníamos horas de charlas y de debatir con los compañeros. También había momentos para la oración, siempre en un entorno que invitaba a ello. Una iglesia espectacularmente austera y exageradamente acogedora. Bancos de madera, increíblemente limpios y solo de madera. Media luz en toda la estancia. Ruidos sin querer de zapatos que llegaban y otros que se retiraban. Crujir de los reclinatorios, también de madera, con los recién llegados. Sí, y el olor a incienso ya casi desapareciendo tras la celebración anterior, contribuía al silencio.

Ciertamente fueron unos ejercicios espirituales que me dejaron huella y que consiguieron que no haya dejado de tener presente que alguna vez volveré a aquel lugar para pasar unos días conmigo mismo, en silencio. Fueron en un monasterio envuelto en la austeridad que caracteriza a la orden que lo habita y mantiene para su vida contemplativa y para permitir que gente de la calle comparta, al menos una vez en la vida, esa manera de entenderla.

Hace unos años tuve la oportunidad de visitar de nuevo aquella isla en este mundo de injusticias y egoísmos. No me lo podía creer. Pude oír de nuevo el canto espiritual de aquellos monjes que se me antojaban ser los mismos que me acogieron con mis diecisiete años. No lo eran, evidentemente, pero eso no restó ni un ápice a mis recuerdos que llegaron atropelladamente. Los árboles del claustro ya habían crecido demasiado, aunque uno se mantenía firme señalando al más allá; hacia donde más de una vez mi mirada en aquellos años de ilusiones se había dirigido. Seguía allí y me estremecí. Me hubiese quedado, al menos unas horas, en aquella tarde de verano.
Mientras escuchaba aquellas voces que me resultaban tan conocidas fue como surgió la historia que hoy os quiero traer y que no aparece por este espacio desde el 2015.
Y diréis, qué tiene que ver una historia para pequeños con esta llena de espiritualidad que os cuento. Pues la verdad es que no lo sé, pero me vino a la mente en una época de gran producción literaria, en la que escribí la mitad de mis cuentos. Aquel verano, en el que pude volver a ese entorno de paz, dí vida a Queso cremoso. Posteriormente escribí Rabo de ratón, que se localiza en el mismo escenario del cuento anterior, un monasterio de monjes, con los mismos personajes: un montón de monjes y dos ratones de color común, sí, el que tienen los ratones comunes…sí, eso, gris ratón.
Rabo de ratón, como os digo, fue escrito en segundo lugar aunque la historia se localiza en un tiempo anterior a lo que se cuenta en Queso cremoso.
Hoy os traigo esta primera entrega de las peripecias de Alf y de Gos, dos ratones poco comunes. Y lo quiero hacer para, además de divertiros, compartiros, entre líneas, lo que yo viví en aquel año inolvidable de mi juventud.
Los dos cuentos los tengo comprometidos con una gran ilustradora que, por sus múltiples compromisos, no encuentra el momento de darles vida. Están parados desde hace unos años esperando a sus pinceles que maneja de manera precisa y espectacular…ya os la presentaré cuando llegue el momento. Pilar, no veo el momento de que puedan estar ambos en las librerías. Sé positivamente que cuando te pongas manos a la obra encontraremos, fácilmente, una editorial que se implique en su publicación. Sabemos ambos que las historias lo merecen. Recibe un fuerte abrazo. (Sé que todos vosotros me disculparéis por no revelar su nombre todavía. Gracias, amigos)
Bueno, pues nada más por hoy.
Disfrutad de este final de agosto y encarad el nuevo curso con la capacidad de soñar y de ser felices que siempre os recomiendo. Yo así lo haré aunque, como siempre, me costará un montón volver a la rutina de mi trabajo.
Un gran abrazo lleno de cariño para todos vosotros.
José Ramón.

Entre las montañas plagadas de árboles que se deslizaban protegiendo sus laderas con sus brazos repletos de recias hojas, es donde discurre esta divertida historia sobre las correrías de dos ratones, Alf y Gos, entre los muros fríos de aquel monasterio que descansaba al abrigo del solitario valle. A ambos se les consideraba más listos que inteligentes aunque Gos tenía una inteligencia propia del más inteligente de su especie.
El entorno en el que se desarrolla la historia cobraba toda su vida cuando sus monjes cantaban. Sus bonitas voces ya, desde hace mucho tiempo, formaban parte de aquel espacio que respiraba paz…¿siempre? …pues la verdad es que no se podía decir que precisamente se respirase paz cuando Alf, con su barriga llena de queso el más glotón de los dos—, y Gos salían huyendo, tras una de sus escaramuzas, por los interminables pasillos del monasterio… divertidos a veces, y con el pánico metido en sus cuerpecillos grises, otras.
Esta es una historia de aventuras en la que dos ratones campan a sus anchas por el monasterio, paseándose por los lugares donde trabajan, descansan y rezan los monjes a los que consideran sus amigos y protectores…bueno, no a todos...


Era la hora de la comida; era cuando el Sol del mediodía más calentaba en aquel monasterio resguardado por las montañas y rodeado de magníficos ejemplares de abetos y de serios, altivos y elegantes cipreses. Los monjes hacían un alto en su callada labor y se disponían a comer.
Sentados en los bancos corridos de madera del austero comedor, con sus cabezas gachas cubiertas por sus amplias capuchas de color marrón oscuro y de tejido áspero y nada amable; estaban los monjes saboreando la sopa del día servida en sus cuencos de barro, mientras escuchaban al hermano de turno que, con voz clara, pausada y transmisora de espiritualidad, leía pasajes de alguno de los muchos libros religiosos que atesoraban.
En silencio, todos ellos, comían y meditaban sobre lo que estaban escuchando.
Gustaban echar migas de pan en la sopa que acompañaban con un buen vino de cosecha propia que, celosamente, mimaban y custodiaban en la antigua bodega del monasterio.
Fray Tomás, un entrañable monje, solía sentarse en la parte más alejada del relator pues le gustaba compartir sus migas de pan con sus dos amigos, Alf y Gos, que pacientemente, casi apoyando sus pequeños hocicos en sus pies, esperaban bajo la mesa  que dejase caer esos deliciosos trozos de pan.
Alf y Gos eran dos ratones de color gris, orejas grandes y bigotes, como la mayoría de los ratones comunes, aunque estos de común, común, no tenían demasiado...Compartían su vida con la de aquellos frailes que se pasaban la mitad de su tiempo rezando por todos los que, fuera de aquellos muros, vivían su trepidante mundo sin reparar casi en como el tiempo pasaba por sus vidas. Alf y Gos no sabían rezar, pero……………………….
Una vez, gracias a los reflejos de Gos, Alf se libró de que su frágil cuello fuese atrapado por el frío e implacable hierro de un cepo que, violentamente, se liberó cuando sus manos empezaban a atenazar tan delicioso manjar, con la intención de llevárselo a la boca. Gos lo cogió del rabo y tiró de él enérgicamente,………………
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Alf, le pedía insistentemente a su amigo que idease algo distinto para no asumir tanto riesgo a la hora de hacerse con el manjar que tan sugerentemente esperaba pinchado sobre la madera de la trampa. Gos, le decía que el mecanismo del cepo era tan sumamente rápido y violento que no encontraba manera de pararlo interponiendo algo en su camino. Que, de momento, debían de continuar con esa estrategia que tan buenos resultados les estaba dando y que seguiría haciéndolo mientras Alf… conservase su rabo……………………………………………..
“Un momento Alf, me parece extraño que haya, justo en los aledaños  de la celda de fray Espina, un trozo de queso abandonado…”, y continuó, “…debemos de tener cuidado, seguro que es otra de sus trampas.”………………………………………
El reguero de queso condujo a nuestros hambrientos roedores a un cuarto que en su día fue un aula. Estaba vacía de muebles y parecía que no se había abierto hacía años, a juzgar por las telarañas que protegían los rincones del techo.
Una vez se encontraron los ratones dentro, en mitad de la antigua estancia, comenzaron a llegar monjes con sus capuchas, como de costumbre, cubriendo sus cabezas. En esta ocasión era para ocultar su identidad.
Portaban una escoba cada uno y, cerrando la puerta tras de si, a la voz de: “¡Qué no escapen!” y “¡Ya son nuestros de una vez por todas!”, se abalanzaron sobre los ratones con la intención de aplastar sus grisáceos y suaves cuerpos, de un escobazo. Éstos, con sus estómagos llenos del queso……………………………..


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