martes, 29 de agosto de 2017

FARO DE LEÑA (2ª parte)






Unos meses previos, o quizá algún año antes…en el mismo lugar…
Los relámpagos hacían presagiar lo peor. Uno de ellos dejó ver en la noche, como en las buenas películas de suspense, el nombre del velero, de casi 20 metros de eslora, que ya había recogido sus dos velas, la mayor y la génova. El viento fuerte podría dañarlas y su patrón había decidido navegar a motor. “Queen of Queens”, resaltaba en la aleta de babor con letras de oro.
—Reina, esto se pone feo —le dijo a ella que, con mucho esfuerzo por mantenerse medianamente en equilibrio, trataba de asegurar los armarios en el camarote que acababan de escupir todos los útiles de limpieza, latas de conserva y demás víveres para los días de navegación que parecía tocaban a su fin, a juzgar por lo que había fuera de la estancia seca en la que ella seguía luchando.
A él le gustaba llamarla así pues realmente era su reina en su vida. No llevaban demasiado tiempo casados y su luna de miel la habían retrasado hasta entonces. En su momento asuntos laborales impidieron celebrarla como Dios manda.
Venían de otros mares y su bandera en la popa lo revelaba. La vida, que siempre es muy caprichosa, más de lo que a veces quisiéramos, les condujo aquella noche frente a aquellos acantilados traicioneros con una historia muy próxima a lo macabro.
—¿Cómo vas ahí abajo, reina? —gritó con el rostro helado y chorreando agua salada mientras otra ola trataba de engullir el barco entero.
—Ya tengo todo asegurado, aunque no sé lo que durará. Esto se mueve demasiado —contestó a voces que se ahogaban entre el crujir de la fibra de vidrio del casco del barco y el golpeteo inmisericorde de las salvajes olas, mientras se terminaba de colocar su traje de agua y encaraba los pocos escalones que la separaban de donde él continuaba tratando de controlar el barco. En aquellos instantes, la cubierta, era lo más parecido al infierno, pero con agua y viento.
Presentía que debían de estar juntos en aquellos momentos y no lo dudo. Subió junto a él, por muy peligroso que aquella situación parecía. Realmente lo era.
—Hola —le dijo él y la beso.
Fue lo último que se dijeron.
Una ola golpeó definitivamente el velero, considerado muy marinero. No pudo resistir aquel embate final.

Peninsula Ibérica
—¡Espere Capitán! Allí, por estribor, se adivina una débil luz en lo que parece ser un faro. Se apaga y enciende siguiendo siempre la misma secuencia —informó desesperadamente el segundo oficial—. No figura en ninguna de las cartas de navegación, aunque sí en las más antiguas de hace unas cuantas décadas. Su código no es el mismo que solía utilizar pero tiene el patrón de los utilizados por los faros —concluyó con cierta satisfacción.
Así fue como el Península Ibérica, apoyado en aquél clavo ardiendo, logró evitar, por bien poco, los mortíferos cuchillos salientes de los acantilados y llegar a la Isla Noya cuando ya empezaba a clarear, con una tripulación extenuada y feliz de volver a ver la luz del día. Nunca unos convictos tuvieron más ganas de ser encerrados en sus celdas como en aquella ocasión.
Durante la mañana de su llegada, el capitán del buque se entrevistó con el director del Nueva Noya y le relató la penosa noche de miedo e incertidumbre que pasaron a bordo del Península, como a su capitán le gustaba llamarlo cariñosamente, y más después de aquellas horas dramáticas. Le contó el alivio que supuso ver aquella extraña secuencia de luz tenue y, a veces, temblorosa. Tanto le debían a esa señal nocturna y tan extraña les pareció que decidieron ir juntos a la zona en la que la divisaron.
El director ofreció al capitán trasladarse en su pequeño yate oficial que descansaba en el embarcadero del penal. El temporal había remitido y el mar presentaba una asumible marejadilla.
El capitán proporcionó las indicaciones de situación de donde aquella lucecilla hizo su trabajo para salvarles la vida. Realmente era un buen marino, conocedor de su oficio, y sus indicaciones fueron todo lo precisas que necesitaron para avistar rápidamente, en el litoral, el pequeño cabo que andaban buscando. 



En él se adivinaba una pequeña edificación de lo que, a bien seguro, fue en su día un faro, como bien dijo el segundo oficial la noche pasada. Solo tenía la corteza exterior de piedra. La cúpula superior carecía de la vidriera y las lentes y el sistema giratorio que en su día hizo sus funciones. Las paredes se mostraban con desconchones producidos por el abandono y quizá también por la furia de los vientos. Alguna pintada hecha por artistas del tres al cuarto también le daba un aspecto de abandono. La puerta no existía y en su lugar había unas tablas apoyadas. Estaban ya a menos de media milla y el capitán le pasó los prismáticos, con los que fue describiendo todo lo que estaba divisando, al director.
­—¡Mire, director! Allá, bajo la cúpula. Aquello que brilla. Parecen unas letras que no consigo identificar. Reflejan demasiado la luz del Sol.
QueenofQueens…—casi deletreando y sin saber muy bien lo que significaba el director le devolvió los prismáticos para que pudiese, su compañero de viaje, confirmar lo que acababa de leer.


CONTINUARÁ...
Buenas noches mis queridos. Por favor, no dejéis de soñar y de ser felices. 

José Ramón.






domingo, 27 de agosto de 2017

FARO DE LEÑA (1ªparte)





—¡Capitán no hay casi visibilidad y debemos estar ya cerca de Isla Noya! El mar sigue embravecido y hay peligro de precipitarnos contra los acantilados —dijo el oficial de puente, a través de su teléfono, desde el puente de mando. Estaba preocupado pues el historial de esas latitudes no auguraba nada bueno con aquellas condiciones de la mar que estaban “disfrutando”: los naufragios por allí se contaban por decenas.
El capitán también era consciente de lo que se estaban jugando y a lo que se estaban exponiendo al navegar por zona tan peligrosa en esas condiciones, pero tenía plena confianza en su equipo, en su tripulación de hombres (pues no había ninguna mujer a bordo) muy experimentados.
La zona era realmente peligrosa en noches como aquella pues no había ninguna señal luminosa que indicase por dónde estaba asentada la costa y, no en vano, más de una petición oficial fue cursada por las autoridades locales para que en ese lugar abrupto del litoral, en el que el mar solía castigar violentamente a sus usuarios, se colocase un faro que evitase más desgracias a la cuenta particular de la zona: ya se contabilizaban más de cien muertes en los últimos diez años.
El Península Ibérica se dirigía a la Isla de Noya con un cargamento tan sensible como especial: 200 convictos estaban siendo trasladados de una cárcel ya demasiado saturada a la denominada Nueva Noya, que apenas llevaba un año funcionando a toda máquina (término muy apropiado en este relato).
—Capitán, por estribor se divisa lo que parece ser la silueta de los acantilados —dijo con tono tranquilo, pero no exento de gravedad, el primer oficial. Éste era su mano derecha y su hombre de mayor confianza.
Eso significaba que se dirigían de manera peligrosa directamente hacia ellos. Quizá en breve ya no tendrían tiempo de enderezar el rumbo y evitar la colisión mortal. No tenían referencias en la costa que les permitiesen identificarla con claridad y sortear los obstáculos que pudiese presentar.
El mar asustaba, con olas de más de seis metros y vientos con rachas de más de 50 km/h.
El capitán subió al puente de mando. Debía hacerse cargo de la situación. Él era el responsable del barco y no quería que en esos momentos difíciles las decisiones para el gobierno del barco las tomase su personal de servicio. Si debían estrellarse contra el rocoso acantilado quería tener que ver mucho en esa situación: era el Capitán. (Mucho debería aprender de él el famoso capitán italiano, Schettino).
En los camarotes se empezaban a dar cuenta de la situación complicada en la que se encontraba el barco lleno de reclusos: asesinos unos, violadores otros y catapultados al penal por culpa de las drogas y delitos menores, los más. Aun no siendo lo mejor de cada casa, ninguno merecía terminar sus días de aquella manera, encerrados en aquel buque que ya se les antojaba demasiado estrecho. Esa muerte, cada minuto que pasaba, ganaba en probabilidad de ser la que les esperaba.
El miedo y la impotencia, unidos a las bruscas sacudidas del barco, golpeado sin compasión por un mar muy enfadado, hacía que más de un vómito corriese de lado a lado por las estancias que ya olían demasiado mal. Ese ambiente no contribuía en nada a calmar los espíritus de gente acostumbrada a no pasarlo demasiado bien…Pero aquello era otra historia en la que ninguno tenía experiencias previas que contar y en las que buscar referencias de comportamiento y gestión de emociones.
Los carceleros esperaban, de un momento a otro, la orden de liberar a los prisioneros de sus grilletes. Estaban con los salvavidas a mano para empezar a repartirlos entre sus viajeros y qué Dios repartiese suerte. Los botes salvavidas ya no eran una opción de salvación.
Al puente de mando llegaban los interrogantes angustiosos procedentes de los camarotes. El capitán ya había decidido: “Oficial, páseme el micro y active la megafonía en todo el barco”, dijo, muy a su pesar, pero con voz serena y grave. La situación no era para menos.
—Atención, Peninsula Ibérica, les habla el capitán — empezó sus órdenes de guía para el abandono del barco.

CONTINUARÁ...
Buenas noches queridos seguidores y no os olvidéis de soñar y ser felices. 

José Ramón.