Hola, queridos amigos de Cuentos & Dreams, nuestro espacio
para la tranquilidad y para el viaje a nuestro mundo, cada uno al suyo, a ese
que le evoca lo que aquí lee y disfruta. Estamos ya llegando al final de 2018 y
quiero traeros uno de mis cuentos, como ya sabéis, favoritos. Me refiero a “Viento
del sur”. He estado un año y medio sin hablaros de él pues estaba circulando
por editoriales y, sobre todo, participando en un importante concurso en el que
no hemos tenido suerte. No creo mucho en los concursos, la verdad, pero mi
compañera en este trabajo y yo pensamos que podría “sonar la flauta” y nos
pusimos mano a la obra y presentamos nuestro proyecto de manera excelente, bajo
nuestro punto de vista. Nos dio la sensación de que buscaban un perfil de álbum
distinto al que nosotros presentamos…pero, bueno, eso es lícito y no hay nada
que decir. Lo que sí os puedo decir que esto nos hizo ganar experiencia en este
tipo de asuntos que, yo al menos, no tenía ninguna. Así es que bien empleado el
tiempo y dinero que empleamos en presentar un buen trabajo que, sin duda, nos
servirá para el futuro. Marta Sedano, mi compañera en el proyecto (http://www.martasedano.com/) (todos los
derechos reservados), y yo estamos seguros de que “Viento…” saldrá a la luz más
pronto que tarde porque la historia repleta de valores (hablaba sobre ella en
la entrada del 13 de julio de 2017 y os recomiendo que volváis a ella. Aquí tenéis
el enlace directo:
https://jrdecea-cuentamelos.blogspot.com/2017/07/nuevo-viento-del-sur.html)
y tiene una calidad artística extraordinaria. Hoy podéis ver parte de ella en
esta entrada.
Pues nada más, mis queridos seguidores. Os
envío un cariñoso abrazo en este día previo a la Nochebuena.
José Ramón.
“Viento del Sur” nos permite acercarnos al
seno de una familia nómada y vivir y sentir, a través de la historia contada,
la acogedora calidez de sus gentes y la sencillez y fragilidad de sus vidas en
manos, siempre, de un desierto protector unas veces, y otras cruel, inhóspito e
implacable.
En este relato se ensalzan los valores de
la familia y las tradiciones que, de abuelos a nietos, se traspasan como un
tesoro de valor incalculable pues representan los verdaderos cimientos de toda
una vida nómada entre arena, cabras y dromedarios; castigada, a veces, por el
viento que venía del sur.
El cielo era como una bóveda que acogía todo lo
que, en la noche estrellada, alcanzaban a ver aquellos ojos cansados tras la
dura jornada.
Todo brillaba como si algún ser superior
hubiera encendido, una a una, las estrellas que colgaban, elegantes, de ese
oscuro universo tan característico de las noches del desierto.
A mi padre, Ahmed, y a mi madre, Zaila, les
veía contemplar cada noche semejante espectáculo que les hacía sentirse unos privilegiados y
agradecidos a ese Ser superior que todo lo controlaba. Sé que por ello daban
gracias, también, por haber llegado a la noche vivos y con buena salud, de la
que gozábamos, igualmente, mis hermanos y yo. Habib, mi hermano mayor, tenía
unos dieciséis años, más o menos, cuando sucedió lo que hoy os quiero contar;
Haira, la pequeña de la familia, a la que queríamos todos con locura, tenía tan
sólo seis. A mí me pusieron el mismo nombre que a mi padre, cosa que siempre me
ha enorgullecido: mi padre era el modelo al que me gustaría parecerme cuando
fuese mayor y tuviese una familia como la que teníamos. Mi padre nos cuidaba a
todos y estábamos muy orgullosos de él. Yo debía tener unos trece años por aquel
entonces.
Unos de mis momentos preferidos del día era
cuando nos tumbábamos todos alrededor de
una pequeña hoguera que solía preparar mi hermano mayor, Habib: a él era al
único que mi padre le dejaba hacerlo. Decía que ya tendría tiempo de ser yo
quien la preparase pero que, entonces, todavía tenía mucho que aprender. No me
importaba demasiado porque disfrutaba viendo a Habib hacerlo y ayudándole
cuando colocaba las ramas secas en la pequeña cavidad que con las manos
preparaba en la arena. Lo hacíamos para protegernos del frío, a veces gélido
que, al ponerse el sol, se apoderaba del territorio y de todos nosotros. Era un
momento que recuerdo lleno de paz y tranquilidad, y que disfrutábamos en toda
su plenitud toda nuestra familia nómada que, como seguro habéis adivinado, es
la protagonista de esta historia. Algo que me entusiasmaba era quedarme
extasiado mirando la multitud de estrellas fugaces que recorrían ante nuestros
ojos, de lado a lado, el firmamento que ante nosotros se desplegaba. Permanecíamos hechizados por el brillo acogedor de las
llamas, a la vez que nos dejábamos invadir por el cálido aroma de un vaso de té
verde que sabía preparar muy bien mi madre.
………………………………………………………………………..
También, en esas noches, mis padres
aprovechaban para transmitirnos a los hermanos las normas de respeto a los
mayores, muy unidas a los principios y costumbres por los que se rigen las
gentes del desierto. Y, por supuesto, las normas básicas para sobrevivir en tan
inhóspito, peligroso y, a la vez, cautivador entorno: con sus arenas formando las
altivas dunas; su viento que castiga la piel de los seres vivos que lo
recorren, como si de perdigones se tratase y, sobre todo, su bóveda estrellada
que tantas miradas de esperanza, sueños y proyectos, captura. Nos hablaban de
la escasa vegetación que podríamos encontrar, sobre todo de unos grandes
arbustos denominadas “graras”, con ramas entrelazadas y llenas de afilados
pinchos como agujas que las protegían de los animales.
……………………………………………………………………………….
Nos pusimos en marcha diligentemente.
Tras varias horas de penoso caminar entre las
dunas y las llanuras pedregosas, papá
ordenó un alto; los dromedarios fueron obligados a arrodillarse entre protestas
y miradas de desagrado, como lo son siempre las de estos animales. Nos indicó
que debíamos aprovechar para comer un poco de carne seca y dátiles y así
reponer fuerzas.
…………………………………………………………………………..