miércoles, 26 de septiembre de 2018

SULTANA (capítulo tercero)






Buenas tardes, amigos. Aquí, antes de lo previsto, os traigo esta tercera entrega de esta historia que parece de amor, según vuestros comentarios en las entradas anteriores. Gracias por ellos. Me gusta escribir para vosotros, pero también me gusta escribiros directamente a cada uno, contestando a vuestras apreciaciones y a vuestras aportaciones que enriquecen mis relatos. Así siento que también lo son vuestros y que los compartís conmigo.
Esta historia va evolucionando lentamente y cada capítulo tiene su finalidad. La de hoy pretende meteros al interior de los personajes. En el capítulo segundo os los presentaba, mientras que en el primero trataba de describir el marco en el que quería desarrollar la historia. ¿Cuántos personajes hay? ¿Falta alguno por describir o hablaros de él?...Bueno, hablaros de todos sí lo he hecho…pero ¿están todos descritos? ¿Los conocéis a todos? ¿Son dos o tres? ¿Alguien apuesta por cuatro?
Esto pretendo con esta manera de contar una historia por entregas: que os metáis en la historia y tratéis de adivinar el camino por el que discurrirá. Os prometo un final novedoso…pero hasta entonces dad forma a la historia en vuestro corazón según os gustaría que terminase. Espero que alguno acierte. Yo creo que alguno que me sé lo hará.
Un abrazo muy cariñoso para todos, sin excepción y, por favor, no dejéis de soñar y de ser felices.
José Ramón.




Nadie sabía el porqué del sobrenombre de Raquel, Sultana, pero muchos lo atribuían a que su abuelo formó parte de la corte del último Sultán y fue hombre de confianza de la Sultana. Su hijo, el padre de Sultana, también residió en el entorno de la corte, pero en el área de la seguridad personal del Sultán: cualquier movimiento que fuese a hacer aquél debía ser antes comprobado y asegurado por el equipo encargado de su seguridad. Él, el padre de Raquel, conocía perfectamente todos los entresijos de la alcazaba, incluso algunos desconocidos por los más antiguos residentes pertenecientes a la dinastía reinante. Los años hicieron que tanto el abuelo como el padre abandonasen la corte buscando un lugar más cómodo y tranquilo para dejarse abrazar por el plácido retiro alejado del frenesí de la vida de intrigas, peligros, tramas, celos y envidias y no sé qué más de lo relacionado con las miserias humanas. Ambos conocían la alcazaba defensiva; aquella que no se veía y discurría entre jardines, estancias, muros, sótanos, falsos techos, etc. Esa alcazaba que se recorría cuando las cosas se ponían feas para el Sultán de turno.
Muchas noches, al abrigo de la luz que desprendía el hogar cuando se retiraba de él la olla con la cena, les gustaba a ambos contar historias palaciegas. Muchas veces, casi todas, Sultana era la que suplicaba tener estos momentos de tertulia y disfrutaba mucho al oírles contar historias de otros tiempos. Se quedaba embobada y no perdía detalle. Preguntaba y preguntaba; deseaba tanto el haber tenido la posibilidad de vivir entre aquellos muros. Su condición de cristiana era un obstáculo insalvable. A veces se ponía tan pesada que su abuelo no tenía más remedio que concederle el conocer algún que otro secreto palaciego para, así, “librarse” de ella y poderse ir a descansar. Todo, Sultana, lo guardaba en su cabeza y lo revivía cuando, por su ventana, veía las imponentes murallas de la alcazaba que se alzaban sobre el pueblo. Algún día entraré, se decía sin querer saber que si era vista en su interior probablemente sería encarcelada en las mazmorras de las que nadie salió nunca para contar qué vida “disfrutaba” en su interior.
— ¡Bueno, niños, hasta mañana y no dejéis de hacer los deberes que mañana los corregiremos todos juntos! —así daba por finalizada la clase de ese día. Pronto sonarían las campanadas anunciando el almuerzo.
Kamil, llevaba ya dos años a cargo de tan noble ocupación heredada de su padre, respetado campanero oficial de palacio que, a su vez, lo heredó de su padre, también. Ambos, padre y abuelo, gozaron de la consideración del resto de la corte que concedió que Kamil pudiese asumir tan importante responsabilidad por la que se regía la vida de la comarca. Pero, él, no se veía tocando la campana hasta que le llegase la jubilación. Sí, su cometido era importante, muy importante, pero…qué le perdonasen pero es que no se veía unos treinta años más, como poco, haciendo esto mismo todos los días. Sí, todos los días pensaba lo mismo. Él sabía que, en cierto modo, se vio obligado a aceptar el cargo. A ver cuándo te haces cargo de los toques tú, que ya tienes edad, le decían unos; ya es hora que tu padre descanse y tomes tú el relevo, le decían otros. ¡Pues ya! Ya estaba él a cargo de los toques…y no veía el momento de salir de allí aunque era consciente de que su misión era importante y quería cumplir como lo hicieron sus antecesores. Lo uno no quitaba lo otro.



En ello estaba mientras, parsimoniosamente, se dirigía hacia la Torre de la Alerta. Tenía hambre y pocas ganas de subir tantos escalones, pero debía cumplir su misión. Quedaban unos minutos todavía para hacer sonar la campana y anunciar el almuerzo.
Ya en la Torre, disfrutaba del paisaje que desde allí se divisaba y que, aunque muy conocido, no dejaba de atraparle. Se solía apoyar sobre los muros de ladrillos. Eran bastante anchos, de unos cincuenta centímetros y ya habían perdido sus almenas defensivas que su trabajo hicieron en tiempos lejanos de guerras y asaltos. Los terremotos frecuentes de la zona se encargaron de ello. La torre tenía un semblante más amable así. A él también le gustaba esa faz exterior. La interior también. La brisa venía más caliente que otras veces. No se oía nada. Algún que otro mirlo se dejaba ver volando más bajo de lo que él estaba. No había nubes y el Sol, por eso, seguro, no quería castigar. Allí, Kamil, dejaba volar su imaginación. La brisa, caliente, pero muy reconfortante tras el esfuerzo de la subida a la torre. Se ve bonito el pueblo desde aquí, siempre pensaba lo mismo.
Una pena que en aquella época no tuviese unas gafas oscuras que le permitiese esquivar la luz refleja del Sol. Las paredes de las casitas del pueblo eran tan blancas que se hacía casi imposible, a esa hora, el fijar demasiado la vista en ellas. Pero a él le gustaba escudriñarlas; averiguar cómo era la vida en cada una de ellas; poder sentarse en el lavadero, que desde allí casi no se distinguía, y oír todo lo que sin orden aparente tenían que contarse las mujeres que se afanaban en dar una soberana paliza a los ropas que llevaban para lavar. Le llamaba mucho la atención la madrasa del pueblo…¡qué ejemplo de convivencia entre culturas y religiones! Me gustaría ver por un agujero cómo se las arregla la guapa Sultana con tanto chiquillo, pensaba ensimismado imaginándola…sí, trabajando…pero sobre todo a ella…
La brisa seguía caliente y la luz reflejada en las paredes de las casas no perdía su intensidad…¡Jo, casi se me pasa la hora! Pegó un respingo parecido al que pegaría si, de repente, descubriese una rata entre sus pies. El pequeño reloj a los pies del muro de la campana ya casi le gritaba ¡toca ya que paso de hora! “Clon, Clon” A tiempo, como siempre…por suerte.
Ahora el ritual de siempre. Parecía más una liturgia que una rutina tediosa: el lacre azul sobre la llama y la presión sobre la tablilla en el lugar adecuado…antes de apretar, con el lacre humeante en la mano, miró súbitamente para atrás, como queriendo pillar por sorpresa a alguien…Alguien le observaba, seguro…pensó. Hacía tiempo, sin embargo, que no había vuelto a ver la señal cordiforme roja…pero la sensación de estar siendo observado no había desaparecido. Seguro que es ella…pensó…¿deseó?
Apretó la barrita azul sobre la tablilla y salió del recinto de la torre. Ya tenía demasiada hambre.

CONTINUARÁ…….

viernes, 21 de septiembre de 2018

SULTANA (capítulo segundo)




Buenas noches, queridos amigos. De nuevo con vosotros en el mundo de todo lo que rodeaba a la alcazaba de esta historia. Inicialmente quería contároslo en cuatro entregas pero casi seguro que os regalaré una quinta. Me siento cómodo con esta historia cargada de simbolismos y de sabores y sensaciones. Creo que así se podría definir lo que os traigo y os traeré en estos próximos días.
Me gusta escribir sobre situaciones en las que se pongan en juego nuestros sentidos, todos a la vez, sin espacios muertos y momentos para la reflexión. La reflexión vendrá cuando lleguéis al “CONTINUARA” del final que, os lo creáis o no, me cuesta escribir. Me gustaría compartirlo con vosotros “del tirón”, como dicen por el sur. Pero la estructura del blog lo haría tedioso y difícil de manejar. Espero no cansaros con la historia. Espero vuestros comentarios.
¡Ah, una cosa que casi se me olvida! El sistema ha dejado de avisarme cuando escribís un comentario y eso me dificulta el contestaros…si no sé que me habéis escrito cómo puedo entrar y contestaros. ¿Qué he hecho? Pues engañar al sistema: he puesto que quiero aprobar todos los comentarios que se hagan y así el sistema no tiene más remedio que enviarme un mensaje diciendo que hay un comentario en espera de moderación. Entro y lo apruebo. Los apruebo todos. Por ello, si escribís y no lo veis publicado inmediatamente, no os preocupéis que me ha llegado y pronto lo veréis publicado y contestado. Espero que eso no os disuada de comentarme lo que queráis. Me encanta poder interactuar con vosotros y no solo a través de lo que escribo en las entradas.
Pues ya es momento de daros paso a la segunda entrega de SULTANA. Espero que la disfrutéis con un café caliente o un té humeante, que es lo que a mí me gusta.
Recordad seguir soñando y siendo felices.
Un cariñoso abrazo.

José Ramón.




Kamil, pasaba de la treintena ampliamente, era alto como ella, de tez morena y pelo corto, negro azabache, y un poco ensortijado, también como su pelo rizado. Quizá es que nunca estaba peinado y eso le daba un atractivo especial. Sí, era un árabe ciertamente atractivo a sus ojos de mujer que sin pestañear lo observaban. El ladrillo repleto de pequeñísimos agujeros pasaba desapercibido para aquél que ignorase su existencia. Desde dentro era como mirar a través de un colador de verduras. Se veía todo muy bien. Su construcción, cuya antigüedad es difícil de precisar, tenía como finalidad la observación a escondidas de las tramas y conjuras y a través de ese habitáculo poder ponerse a salvo del enemigo que pudiese asaltar la torre…pero de eso ya hablaremos más tarde…


Desde allí, ella, no perdía detalle. En silencio, con la respiración agitada, en una posición no demasiado cómoda pues el lugar era como una caja de cerillas para ese saltamontes que, en nuestros años de no pensar nada más que en jugar, cazábamos y lo metíamos dentro, para después soltarlo en medio de la clase de matemáticas, por ejemplo... Pero para ella era suficiente. Era todo lo que necesitaba para lo que deseaba. Le gustaba el tipo de personas que no disimulaban su timidez  —Kamil lo era— y que irradiaban por sus cuatro costados el tesoro que custodiaban en su interior. Sí, le gustaba mucho y allí disfrutaba sin ser vista.
Kamil era muy respetado en la alcazaba pues, no en vano, su trabajo guiaba la vida de los que por allí habitaban. Por ello estaba tan asustado. Allí estaba petrificado frente a aquella marca de lacre de color rojo, junto a la suya azul que certificaba que se cumplieron los tañidos correspondientes al almuerzo. ¡Dios santo! ¿Quién ha podido hacer semejante cosa? Aún tembloroso comenzó a rascar, con su pequeño cuchillo que utilizaba en las comidas, la tabla de madera para arrancar el lacre rojo con aquella forma tan especial. Debía hacerlo antes de que nadie pudiese verlo. Con la manga del suriyab intentaba borrar todo vestigio de lo que allí había unos segundos antes, pero la marca donde estuvo el lacre no terminaba de desaparecer. No puedo borrarla y al final romperé mis ropas, dijo rendido y se sentó frente al reloj solar que, al pie del muro de la campana, indicaba el momento exacto para hacerla sonar. Allí había un pequeño banco de piedra, sin respaldo…nunca se supo si aquello era parte de alguna construcción antigua que quizá sirvió para izar la campana a donde se encontraba entonces colgada. El caso es que se utilizaba para tomar un respiro a todo aquél que le daba por subir los empinados escalones que llevaban a la parte alta de la torre. Así lo utilizaba en aquellos momentos, Kamil, pero por motivos distintos a los físicos. Con la cabeza entre las manos veía pasar por su mente todo lo que le podría pasar si alguien se acercaba por allí y se percataba de la irregularidad cometida.
Ella veía su espalda. Corría por su estómago, más bien por el bajo vientre, esa sensación que nos dice que la persona que tenemos en frente, o que permanece en nuestro recuerdo, es algo muy importante para nosotros. Es una presión únicamente comparable con la de un volcán segundos antes de hacer erupción. Es la presión del cariño, del deseo de estar con la persona querida, del amor incipiente…o de todo junto y revuelto a la vez. Decidió que no era el momento de salir. Tampoco lo fueron los días siguientes en los que Kamil, con más esfuerzo que resultado, seguía borrando aquellas marcas de lacre rojo…con forma de corazón.


— ¡Niños, vamos a clase! Es hora de entrar. Ya basta de jugar por hoy, que tenemos muchas cosas que aprender antes de volver a casa  — dijo, Raquel, en la entrada a la madrasa del pueblo.
Rubia, de media melena y rizos divertidos tras la lluvia, Raquel era la maestra de una madrasa modélica en la comarca. Lo era porque en ella no solo estudiaban árabes sino que compartían horas de juegos y exámenes  —fáciles pues, Raquel, era machacona en sus enseñanzas y eso, al fin, le reportaba muy buenos resultados; bueno a sus alumnos que, por cierto, la adoraban — con cristianos y judíos, comunidades, todas ellas, ampliamente representadas en el pueblo. No así en el interior de la alcazaba en la que solo estaban permitidos los seguidores de Alá. La madrasa era un muy buen ejemplo de que es posible la convivencia en armonía de las tres religiones.
Su abuelo y su padre abrazaban el Islam y su madre era cristiana. Ella también siguió el ejemplo de su progenitora, aunque por el pueblo corría el rumor de que tenía sangre judía. Quizá el origen de semejante invención estaba en el cariño con el que trataba a sus alumnos judíos…y a los cristianos…y a los árabes. Las invenciones y los rumores ya sabemos que en los pueblos surgen al doblar una esquina y desaparecen…nunca. Ella vivía en un pueblo que la quería y ellos, sus pequeños, como los llamaba, sentían pasión por ella.
De sus antepasados heredó la belleza de ese perfil mezcla de culturas que hechizaba al que la conocía. Sus ojos eran de un color difícil de describir: verdes oscuros con reflejos de luz que al llegar la noche dejaban ver el color de la miel.
Su belleza traspasaba la piel y se refugiaba en su corazón cargado de valores adquiridos, seguramente, en el trato diario con las tres culturas. Sabía coger lo mejor de cada persona, de cada situación, de cada experiencia vivida. Pocos la conocían por Raquel, y casi todos por Sultana. Heredado de lo que representaban e hicieron y vivieron sus antepasados cercanos, Sultana estaba orgullosa de su sobrenombre. Sultana la bella, a veces, y no le faltaba razón a quién así la llamaba. Sultana, hechizaba con su mirada dulce pero segura.

CONTINUARÁ...........





jueves, 13 de septiembre de 2018

SULTANA (capítulo primero)






Buenas tardes, amigos. De nuevo os traigo una historia para los que realmente leéis todo lo que escribo en nuestro espacio, para vosotros los mayores. Suelo hacerlo tras las vacaciones de verano y Navidad, como bien sabéis. En vacaciones tengo más tiempo de tranquilidad y de pensar en estos temas relacionados con la escritura que tanto me gustan. Sobre todo de pensar en vosotros que, en realidad, sois mi motor y mi incentivo. Si yo supiese que no os gusta lo que escribo, inmediatamente dejaría de hacerlo, No me gusta escribir para mí, únicamente por el placer de escribir. Me gusta escribir para que alguien lo lea y experimente sensaciones. Cada uno las suyas, porque lo que se lee no siempre provoca las mismas en todos. Muchas veces me dicen: si es tan difícil que una editorial te publique tu trabajo (porque realmente es muy difícil encontrar la editorial que se interese por lo que haces y, sobre todo, en cuyas colecciones de su oferta editorial tenga cabida lo que escribes), por qué no te auto publicas que seguro te irá bien…Y yo les digo que no me interesa publicar por publicar; me interesa que a alguien le guste lo que escribo y se decida a apostar por mí. En este caso es lo mismo: me interesa vuestro interés. Sé que lo tengo porque las entradas en el blog suben exponencialmente. El mes de agosto batimos el record de visitas, llegando a las 1916 (el mes anterior, julio, fueron 1565 y ya el record anterior databa de septiembre del año pasado con 1151); eso es gracias a todos vosotros que os sentís cómodos aquí, tras vuestra pantalla. Por ello sigo escribiendo para vosotros.

Este relato llega un día tarde del que quería. Ayer me fue imposible publicarlo. Ayer, día 12 de septiembre, hubiese sido un buen día para hacerlo…
Dedicado a todos vosotros esta historia de fantasía y embrujo que tiene mucho que ver con por donde estuve este verano y con quienes disfruté unas horas maravillosas. Gracias a ellas y a él.
Espero lo disfrutéis y, si alguno ve que he utilizado no adecuadamente algún término relativo al Islam y sus gentes que, por favor, me lo diga y hago las modificaciones adecuadas en el relato para que sea lo más completo posible y sea “nuestro relato”.
Amigos, no dejéis de soñar y de ser felices nunca. Buenas tardes. José Ramón.  



Las seis de la tarde y el Sol empezaba a despedirse. La sombra del muro con su campana se alargaba sobre el pequeño patio superior de la antigua Torre del Homenaje que en momento de esta historia se usaba para otros fines. Hacia ella se dirigía, Kamil. Llegaba tarde y corría que se las pelaba, de estancia en estancia, cruzando jardines y subiendo y bajando escaleras, algunas…casi todas, demasiado empinadas para su gusto. El Sol había sido muy duro ese día con la alcazaba que daba protección a los que allí vivían, sobre todo, y a los habitantes del pequeño pueblo blanco, muy blanco, que a sus pies se arrimaba. Hacía mucho calor todavía que irradiaba de los maravillosos muros con ricos taraceados y espléndidas filigranas al gusto de los árabes que allí habitaban. Eso lo notaba, Kamil, que portaba suriyah y babuchas que amenazaban ser una trampa mortal en su subir y bajar escalones a semejante velocidad. No podía llegar tarde. Iba chorreando de sudor.
A las seis y cuarto de la tarde debía anunciar el cambio de riego y no le quedaba demasiado tiempo y sí otras muchas escaleras que subir. Si en aquella época hubiesen existido los pulsómetros, el de Kamil mostraría una cifra que asustaría al cardiólogo más permisivo.




Se había quedado dormido al arrullo del agua que fluía por una de las muchas y pequeñas fuentes que, a ras de un bello suelo para evitar el derrame de una sola gota, adornaban jardines, estancias y patios de la fortaleza. El sonido del agua era constante, con algún que otro suave pálpito arrítmico, e invitaba a la meditación y al descanso. La vida allí no se entendería si faltase ese plácido run-run.
Esto le paso a Kamil: después de haber hecho sonar la campana para el almuerzo y hacer lo propio que anunciaba, se dejó envolver por esa atmósfera y descansó más de lo que debía cuando no era el momento. Cierto que la comida había sido ese día más pesada que otras veces pero eso no era escusa para faltar a sus obligaciones.
Llegó justo a tiempo para hacer sonar la ancestral campana. Cuatro tañidos eran los ordenados, ni más ni menos, porque el cuatro es un número con mucho significado en el Islam. Permaneció escuchando la estela del último sonido, mientras aún se mantenía mezclado con la suave brisa que ya empezaba a levantarse. Siempre se quedaba embelesado mirando aquella joya de los tiempos pasados que dieron gloria a sus antepasados. Se encontraba sujeta en un muro que se alzaba prolongando el de la cara norte de la Torre de la Alerta, donde se encontraba.
¡Uff, llegué a tiempo por poco!, pensó exhausto. Una vez extinguido el sonido, se dio la vuelta y apoyó su espalda en el muro. Se remangó el suriyab y se dejó caer resbalando hasta quedar sentado. Todavía no había recuperado el resuello.
Había silencio y su respiración acompañaba el ulular de la brisa. De todas formas miró a su alrededor por si alguien le había visto. No había nadie. ¿Seguro? Los últimos días frecuentemente tenía la sensación de que alguien, allí, le observaba…No conseguía quitarse esa impresión.
Tras unos minutos se levantó y procedió al formulismo, más cerca de una liturgia que de una rutina, de anotar, en la tabla sujeta en el muro, la señal adecuada para certificar que se había cumplido con el aviso de la hora para el cambio riego. Cogió el lacre azul que colgaba junto a la tablilla y lo derritió en la pequeña llama que, en un hueco de la pared, permanecía encendida para este fin. Lo presionó contra la tablilla justo en el espacio reservado.
Siempre era igual. De esa forma se certificaba, ante cualquiera que quisiera comprobar si se estaba cumpliendo con los toques de campana que regulaban la vida de la comarca, que no se estaba omitiendo ninguno. Esa era la única responsabilidad de Kamil.
Pero…¿qué es esto? Dijo en voz alta, alarmado. Y rápidamente se dio la vuelta, como buscando a quién había osado cometer tal irregularidad. No había nadie…pero seguía su sensación de ser observado. Le cayó una gota de sudor frío por la frente. Él era el responsable de colocar el lacre en los lugares adecuados y, junto a la señal que hizo cuando llamó al almuerzo apareció una de lacre rojo. Palideció.
El lacre rojo, cuya barrita colgaba junto a la azul, solo se usaba en situaciones de emergencia, normalmente cuando ocurría alguna desgracia como inundaciones, incendios o, en la antigüedad, la llegada inminente de enemigos. Esto último ya no era nada frecuente. Sin embargo, algo muy frecuente por aquellos lugares eran los movimientos de tierra. En esos casos sí se utilizaba el lacre rojo; era casi la única ocasión. Hoy en día se conoce que aquellas comarcas, en las que está basada esta historia, se encuentran sobre una falla tectónica. Entonces, los movimientos de tierras, se atribuían a castigos divinos y a razones que hoy nos podrían hacer sonreír.
El lacre rojo solo se usaba muy de tarde en tarde y no había razón lógica que justificase, en ese momento, la señal en la tabla que estaba ante sus ojos. Como viniese alguno de sus patriarcas iba a tener serios problemas…Pero es que además la señal tiene forma de… No se lo podía creer y ya las gotas que no se derramaban en las fuentes de la alcazaba corrían todas por su espalda, regando su ya fría columna vertebral. ¿A quién se le habría ocurrido recortar el lacre ya en la tabla y darle esa forma? Ahora el pánico se apoderó de él. Debía raspar la tabla y hacer desaparecer semejante señal antes de que nadie pudiese verla.

CONTINUARÁ……….