miércoles, 17 de octubre de 2018

SULTANA (capítulo quinto y último)




Buenas noches amigos. Sultana, llega a su fin y os tengo que confesar que me da un poco de morriña. La verdad es que me siento cómodo escribiendo este tipo de relatos por capítulos. Sultana ha sido un relato especial para mí. Ha estado envuelto por sensaciones y sentimientos que se han ido entrelazando con las frases que buenamente he podido ir tejiendo. Sensaciones que me han calado dentro. Sensaciones que he ido descubriendo mientras la historia iba avanzando. Sultana se me ha ido revelando. La he ido descubriendo según la historia me llevaba por su pueblo, por los pasadizos de la Alcazaba y por situaciones que no os quiero desvelar. Sultana ha sido un relato que no olvidaré fácilmente. Os dejo con esta última entrega que espera sorprenderos.
Nos vemos en unos minutos…




Sultana seguía paralizada y la mano del guardia se le antojaba como una tenaza que seguía apretando. Ya le quedaban pocos segundos para emitir un grito de dolor y las lagrimas empezaban lubricar excesivamente sus ojos.
Voy camino del serrallo — dijo secamente tras haber tomado aire para evitar que los nervios y el pánico que sentía la traicionasen — la favorita del Sultán nos quiere dar instrucciones a la hora del cambio del riego — añadió.
El guardia se quedó mirando, escudriñando la cara de Sultana escondida tras su shayla. Soltó su mano. Sultana emitió un leve quejido.
El soldado recordó el relevo que debía hacer al mencionar, Sultana, la hora en la que en breve sonarían las campanas. Giró sobre sus pies y, sin despedirse, prosiguió su camino con celeridad. El encuentro con la mujer le había retrasado. La maldijo entre dientes. Era un buen profesional y no quería faltar a sus obligaciones…bueno, buen profesional, lo que se dice buen profesional, no lo demostró…no supo detectar a un intruso en palacio.

Sultana sintió caerse al suelo. Se apoyó en la pared y respiró profundamente. Llego tarde, pensó. Más adelante se encontraba la entrada a un nuevo pasadizo, bajo un arco, en la parte posterior de su jamba izquierda. Miró a ambos lados y se metió bajo el arco. Allí, en la pared, una piececilla de madera, que formaba parte de la taracea, cambiaba su color al atardecer, de un verdoso a un rojo intenso. La presionó y atravesando una portezuela que se le vino encima en su giro, de unos 80 cm. de alto por unos 50 de ancho, se sintió a salvo. Ahora sí corría por los pasadizos que se fue encontrando. Atravesando estancias, públicas y privadas. Los asesores del Sultán discutían en unas y en las otras unos amantes secretos aprovechaban el poco tiempo que debían tener. Ella no tenía tiempo de prestar atención a lo que en ellas se cocía. No estaba jugándose la vida por ello.
Ahora debía salir al exterior de nuevo. Se encontró en un jardín con una fuente en medio, pequeña como todas, con su run-run acogedor, y con cuatro canalillos que de ella partían y se dirigían a sendas albercas, de figuras siempre sugerentes para capturar las miradas de los que allí habitaban, que se centraban en patios, a cual más bello. Cada canal miraba a un punto cardinal. El que debía enfrentar era, por supuesto, el que si se prolongase lo suficiente la guiaría a La Meca.
“Clon-Clon”. Sonó el cambio de riego. Me queda poco tiempo. Llegó a la fuente. Venía del oeste. La bordeó y corría pegada al canalillo del este cuando oyó voces que indicaba que alguien se acercaba. Eran varios hombres que venían riendo y contando historias, probablemente de lo acaecido durante su guardia, dedujo Sultana.
Estuvo a punto de caer al pisar una parte demasiado húmeda en su camino veloz para llegar al arco del final del canalillo del este. Dio un traspiés e incluso introdujo parte de su pie izquierdo en el agua que se desplazaba a la alberca del patio que ya divisaba. Las voces ya entraban en el patio. Sultana dio un salto y se coló bajo el arco y se pegó a su pared izquierda. De espaldas a ella. La pared era de una belleza extraordinaria. En ella se admiraba varias figuras geométricas: triángulos, pentágonos, estrellas y polígonos de mil lados todos ellos producto de una taracea realmente bella. Sultana sabía qué estrella albergaba en su centro la llave para internarse en un nuevo pasadizo. Las voces ya habían llegado al patio de los canalillos procedentes del norte. Ahora sí, Sultana, oía con toda claridad sus conversaciones. Cierto, eran guardias salientes de servicio, como había supuesto. Con su mano, detrás de la espalda acariciaba la pared tratando de identificar la estrella salvadora. Con su dedo índice paseaba a gran velocidad las aristas de los dibujos que adornaban la pared: triángulo…no éste no,…estrella de cinco puntas…no, la buena es la de ocho puntas…no la encuentro…estaba por aquí  —pensaba, a punto de ser presa del pánico. No se podía mover pues si lo hacía los recién llegados podrían llegar a ver aparecer parte de sus ropajes ondear en la entrada del arco del este. Ellos ya llegaban a la fuente central y pronto girarían hacia el patio del este…


¡Por Dios, estaba por aquí!, se dijo ya con los nervios a punto de bloquearla. ¡Ya está!, lo noto: núcleo de la estrella de ocho puntas. ¡Es ésta!, se dijo mientras apretaba el pequeño circulito en el centro de la estrella de su vida, en aquella situación. Ellos bordeando la fuente central. ¡No se abre! De nuevo pulsó…con fuerza. En el momento que ellos ya enfrentaban el canalillo del este y ya el arco y el patio final quedaban a la vista, la pared cedió y, Sultana, fue engullida, quedando tirada de espaldas, en el nuevo pasadizo. La puerta se cerró y en unos segundos, desde dentro, oyó los guardias, ajenos a lo que acababa de pasar en ese punto, seguir con sus risotadas y comentarios, muchos de ellos de carácter obsceno.
Las voces ya se alejaban. Ella seguía tendida en el suelo del pasadizo, tratando de equilibrar los latidos de su corazón. Ahora sí que había estado a punto de ser descubierta. Bien seguro que sí. Necesitaba recuperarse de la tensión a la que había estado sometida. Respiraba con violencia, con la mirada fija en un techo que no lograba ver. Algunas de las piececillas de la taracea exterior dejaban pasar la luz; aspecto que estudiaron a conciencia los artífices de semejante obra. Ello permitía que el nuevo pasadizo estuviese más iluminado que los iniciales de acceso al palacio.
Las empinadas escaleras que llevaban a la Torre de la Alerta estaban ya cerca. Solo tenía que pasar por un estrecho pasadizo que le llevaba al primero de los escalones. Ya en él, Sultana, se preguntó, siempre lo hacía, cómo pudieron escavar esa subida escondida, a caballo de la escalera de uso general. No cabía duda que fue obra de alguno de los muchos grandes ingenieros y sabios que poseía el mundo árabe.
Kamil miraba el corazón de rojo lacre que, de nuevo, apareció esa tarde en el lugar que en días pasados lo hizo. Giró suavemente sobre sí y miró en dirección al muro; al que solía mirar cuando presentía la presencia de alguien. Él desconocía la existencia de la red de pasadizos. Ello estaba reservado al personal de seguridad y sus antepasados no lo eran. De toques de campanas eran los que más sabían, pero la seguridad era otra cosa reservada a aquellos de la máxima confianza del Sultán.
Ella, Sultana, contuvo la respiración. Él la sentía. Estaba allí pero…¿dónde? ¿Por qué sentía ese pálpito tan fuerte? Sus corazones, a sus ritmos, parecían esas peras pequeñas golpeadas por un boxeador entrenándose a tope. Sultana tenía miedo de que él, al otro lado del muro, lo pudiese oír. Ella lo veía. Él la presentía.
Kamil se giró y caminó el corto espacio que le separaba de su atalaya, desde la que siempre se paseaba por el pueblo de Sultana, por sus calles blancas, por el lavadero, simulando saludar y hablar con sus gentes. Allí se apoyó y se dejó llevar.
— Hola. —dijo Sultana a pocos centímetros a su espalda.
Él no contestó inmediatamente. Suspiró y se echó la capucha de su chilaba hacia atrás sin llegarse a dar la vuelta.
Sultana, temblaba.
Kamil, también.
— Sultana, te estaba esperando ¿Por qué has tardado tanto en venir?
Se dio la vuelta y apartándole la shayla de la cara le dijo al oído, “Hola”, y la besó.
Los días y las semanas se sucedieron y, Kamil, logró el permiso del Sultán para ceder su puesto privilegiado en el interior de la alcazaba y bajarse a vivir al pueblo, junto a Sultana. Ambos en la madrasa fueron felices. Kamil, por fin, podía ver de cerca la manera en la que Sultana trataba a sus alumnos. Él fue contratado a cargo del orden y limpieza de aquella escuela envidia de la comarca; no en vano provenía de una comunidad privilegiada, como era la del interior de la alcazaba, junto al Sultán, y eso era un orgullo para la multireligiosa escuela.
“Clon-Clon”, sonaban las campanas anunciando la vida de todos ellos. Sultana y Kamil, siempre que las oían se buscaban y sonreían.



Queridos amigos, la verdad es que no sé si este es el final esperado por vosotros…Como no quiero defraudaros, tengo un segundo final que, a lo mejor, os gusta más. Yo creo que quizá es el que se merece esta historia cargada de fantasía y…amor.


Ella, Sultana, contuvo la respiración. Él la sentía. Estaba allí pero…¿dónde?
Se sentó en el banco frente a la campana y al reloj de sol que parecía parar su tiempo para Kamil. Todo le parecía que tardaba mucho en llegar.
— Hola…—dijo con esa voz en la que preguntas si el otro te estaba esperando.
Tomó asiento a su lado. Kamil se echó unos centímetros a su derecha.
— Hola…—le dijo él en su oído, una vez había pasado su pierna izquierda al otro lado del banco y ella recostaba su espalda en su pecho.
Las caras permanecían pegadas por sus mejillas. ¿Por qué has tardado tanto, Sultana, en venir?, inquirió Kamil, casi susurrando en su oído, sin esperar alguna respuesta. Nada se dijeron más.
El Sol se estaba despidiendo de todos. Especialmente de ellos. Cambiaba su faz brillante por la de rojo pasión que ambos necesitaban en ese momento. Los ojos de Sultana iban camino del color de la miel. Los de Kamil brillaban mucho.
Les envolvió la noche mientras permanecían espalda junto a pecho; mejillas fundidas; oliéndose; sintiendo sus corazones acompasándose muy lentamente hasta llegar a un latido común, sin propietario definido. Un solo corazón, rojo intenso, latía en medio de los dos.
El Sol tímido, por lo que esperaba encontrase, empezó a llamar a la Torre de la Alerta. Poco a poco, sus muros eran sobrepasados por unos rayos que proyectaban, sobre el patio de la torre, una sombra de la figura de granito que la noche cómplice moldeó y entregó al día.
En el banco donde se conocieron, hoy Banco de los enamorados de la alcazaba, unieron, según cuenta la leyenda, sus corazones, Kamil y Sultana, en abrazo infinito. Sus miradas siguen transmitiendo su brillo al ponerse el Sol.
Algunos dicen que, apoyándose en sus cuerpos, se puede sentir un suave y cálido palpitar de un corazón único. Al que lo oye se le permite coger la barrita de lacre rojo, que aún permanece donde Kamil la dejó, y colocar un corazón al pie de la escultura, como señal de que sus corazones siguen latiendo.
No sé si es verdad o sugestión por querer que se siga cumpliendo la leyenda que os he contado pero, mi corazón de lacre rojo, está allí donde Kamil y Sultana se susurraron un último y a la vez eterno hola.




Hasta aquí, Sultana. Espero que os haya gustado.
Yo regreso a la literatura infantil trayéndoos, en la próxima entrada, alguno de mis proyectos.
Solo me queda enviaros un cariñoso abrazo y desearos que nunca dejéis de soñar…y de ser felices.
José Ramón.



lunes, 8 de octubre de 2018

SULTANA (capítulo cuarto)






Hola, amigos, buena noches. Ya estamos llegando juntos al final de este relato por capítulos. Relato de amor según algunos de vosotros, por lo que me transmitís en los mensajes. Pero, ¿estáis seguros que es de amor? Igual al final de este capítulo no pensáis lo mismo. Intento mantener la expectación para que ninguno sea capaz de apostar por un final seguro. Espero que no haya nadie que sepa a ciencia cierta lo que va a suceder. ¿Os atrevéis a darme un final? Lo que si os aseguro es que en el capítulo quinto, en el último, hay una sorpresa.
Me gusta recorrer este camino, a través de un relato, junto a vosotros. Es como cuando vas en un tren con un compañero de viaje que has conocido, precisamente aquí, en el tren, porque habéis decidido dirigiros al mismo sitio buscando cosas parecidas. Juntos descubrimos el camino. Con vosotros encuentro una senda por la que me aventuro a contaros cosas. Seguramente, si no estuvierais tras esta pantalla, no sería capaz de ensayar nuevos entornos. Me contentaría con limitarme al tema infantil y ya está. No porque sea de poco empaque, que no lo es de ninguna forma; sino porque no me atrevería con otros formatos y otras temáticas. Con vosotros me atrevo a experimentar y me someto a vuestro juicio. Con vosotros mejoro en todos los sentidos. Mejoro mi forma de contar historias. Estoy seguro que ello hace mejorar mi forma de contarlas para los más pequeños.
La literatura infantil requiere de unas herramientas y unos mecanismos especiales. Me imagino que cada tipo de literatura tiene los suyos. En mi caso encuentro que, el de vez en cuando adentrarme en otros mundos en los que hay que ejercitar la imaginación, me ayuda a escribir para niños. Ellos son todo imaginación y fantasía. Ellos requieren historias más simples en la concepción, pero, por el contrario, más complicadas de contar. Llegar al corazón de un niño considero que no es fácil. Yo encuentro en mi camino junto a vosotros la manera de entrenarme para llegar a los pequeños.
Por cierto, ya os avanzo que estoy terminando un nuevo cuento sobre música. Quizá pueda ser un complemento a mi primer álbum ilustrado: “La nota que faltaba”. Pero eso es otra historia.
Ahora os dejo con Sultana. Espero que os guste. Ya me diréis, amigos.
Un cariñoso abrazo y no dejéis de soñar y de ser felices.
José Ramón.



Al terminar la clase de la tarde, salió rápidamente de la madrasa. Llegaba tarde. Dejó la clase apresuradamente, casi sin mirar a sus alumnos y más preocupada de abrigarse y no dejar caer sus libros y su bolsa ancha de un cuero ya raído por los años y, sobre todo, por el uso, que de despedirse de ellos. Entro en casa tan rápido como salió de la escuela. Cogió al vuelo una shayla de color neutro y una chilaba gris oscura. Ninguno de los dos colores llamarían la atención…no quería pensar en lo que le pasaría si la descubriesen. Así, pasaría desapercibida. Eso esperaba. El riesgo era algo secundario y se daría por bien corrido si consiguiese verlo y él la aceptase.
Se conocían de lejos y de lejos se miraban cuando él, fuera de los muros, le gustaba pasear sin rumbo por entre las calles del pueblo que le atrapaba desde allí arriba. No salía demasiado porque tampoco estaba demasiado bien visto. Ese trasiego de personas de dentro afuera y, menos frecuentemente, de fuera adentro, no gustaba demasiado, por temas de seguridad principalmente, al entorno del Sultán. Kamil, quizá por su posición privilegiada en la corte, tenía cierta bula y se podía permitir alejarse por unas horas de su entorno cerrado que le causaba, a veces, cierta sensación claustrofóbica.
Ambos, Kamil y ella, eran de edades parecidas. Sus padres y abuelos se conocían de cuando compartían su vida entre los muros de la alcazaba. Ellos dos no, pero sí se reconocían como algo cercano, no exento de curiosidad y cargado de una atracción para la que no encontraba una lógica razonable.
Sultana conocía como entrar en la fortaleza. Pasillos complicados en su diseño, galerías con pasos angostos y no demasiada luz, subterráneos con ese olor penetrante de la humedad que producen las gotas que lloran los cimientos de la fortaleza, eran el camino que los separaba. Todo ello formaba parte del complejo entramado de seguridad del Sultán que le permitía escapar, de manera rápida y segura, en caso de asedio y asalto a la fortaleza, de sus enemigos. Esa red era conocida por el padre y el abuelo de Sultana y, gracias a las historias que le confiaron, por ella misma. Varias de esos túneles y pasajes tenían su salida en puntos estratégicamente camuflados en las inmediaciones del pueblo e, incluso, en su interior, lo que permitía al Sultán, una vez fuera, pasar desapercibido y lograr escapar al cerco. Una de estas salidas, por razones obvias debido a su prestigio en la corte, tenía su final en la casa de su abuelo, en una parte disimulada de su pequeño jardín. Sultana la usaba con toda la discreción del mundo y, por supuesto, sin el permiso de su abuelo que nunca estaba por las inmediaciones cuando ella se adentraba en el túnel.
Cierto era que, en aquellos tiempos, ya aquel entramado de seguridad no era considerado tan importante y crítico como antaño y, por ello, la vigilancia sobre él era más bien esporádica y las rondas que lo recorrían, sin llegar a salir al exterior, eran aleatorias y muy de vez en cuando.
Ya en el jardín de su abuelo se aseguró de que ni él ni nadie andaba por allí cerca. Abrió una pequeña portezuela de madera muy bien disimulada entre la vegetación, más o menos cuidada, del irregular jardín. El acceso era más pequeño que la entrada de la típica caseta de perro de mediana estatura. Ya estaba dentro. Casi en la oscuridad total se puso las prendas árabes que le permitirían, eso esperaba, pasar desapercibida cuando tuviese que recorrer la parte más peligrosa en el trayecto a los pasadizos que la auparían a la torre: debía atravesar algún que otro jardín y más de un pasaje entre taraceas y bajo preciosos mocárabes, expuesta a las miradas de cualquiera de los habitantes de la alcazaba o, y era lo que más le preocupaba, cruzarse con algún miembro de la guardia de la corte. Estos eran muy conocidos por su rudeza y trato desabrido.
Cogió la pequeña lata de yesca en el hueco horadado al efecto en la pared y encendió la pequeña antorcha que se encontraba en la entrada. Cerró la puerta tras de sí. Tenía frío. Había mucha humedad. Comenzó a andar y sus pisadas en el suelo arcilloso resbaladizo no la dejaban concentrar su sentido del oído en tratar de anticiparle la llegada de una posible ronda. Se paró de repente…Su corazón latía como el bafle a pleno rendimiento de aquellas discotecas de locos a las que íbamos en nuestros tiempos mozos para no poder hablar con nadie mientras tomábamos una copa. Ya se le habría salido por el esófago si éste se comunicase con el vital órgano musculoso. Falsa alarma. Continuó con precaución pero sin dilación.
Estaba nerviosa. Quedaba poco tiempo para las campanadas que anunciaban el cambio del riego. Se había decidido a dar el paso aunque algo le decía que le podría costar cara la aventura.
El acceso a palacio estaba en el interior de una antigua mazmorra que, por la dejadez y por el tiempo que llevaba sin usarse, estaba a merced del tiempo, la humedad y los roedores. Su puerta metálica con barrotes estaba desvencijada y a duras penas sujeta a la pared. Ya se encontraba en la celda. Apagó la antorcha y la dejó colgada en la pequeña cesta que se encontraba al efecto en la pared. Ya con las manos libres se abrazó queriéndose dar calor y ánimo. Allí hacía frío también. Se frenó en seco. Unas voces no demasiado lejanas le indicaban que ya estaba en palacio y cerca del acceso al primer jardín.


Llegó a una pequeña puerta, tras subir unas escaleras excavadas en el muro. Esa que, por una parte, era una puerta y, por la otra, la que daba al jardín, parte del muro con ricos adornos árabes en su yesería combinados con los siempre frescos y elegantes arabescos. Pegó su oreja a la puerta, antes de accionar la manecilla que la liberaba, para intentar detectar si había movimiento en el jardín. No se oía nada. La giró lentamente y no pudo evitar un inconfundible chirrido de unos goznes que no eran engrasados desde hace décadas. Se juró que la próxima vez lo haría ella misma, aunque no estaba segura de que tal circunstancia ocurriese. El muro se abrió. Miró a uno y otro lado, deprisa, nerviosa y cerró a sus espaldas lo que desde allí era muro.
Atravesó el jardín de los pensamientos. Quizá el más bello de todos. Iba rápido y apartando un poco la shayla miraba de reojo aquella belleza. No se dio cuenta pero sus pasos se fueron deteniendo, como cuando nos quedamos sin gasolina en la carretera y estamos iniciando una pendiente. Tuvo la tentación de quedarse allí sentada. El tiempo se paró para ella.


Perdió la noción del rato que llevaba mirando el reflejo de los muros, tejados, paredes y vegetación en la quietud del agua que llenaba la cuadrangular alberca. El espíritu de sus diseñadores, antiguos arquitectos con una sensibilidad y un arte inigualable y propio de una cultura centenaria, la tenía abrazada. Su quietud la compartía con aquel remanso de paz que invitaba a la reflexión y al descanso, sobre todo mental. Parecía formar parte del entorno: las fuentes, dejando brotar el agua en forma de chorrillos de una delgadez extrema, como pidiendo permiso para salir; la superficie del agua, cómoda con su reflejo del entorno en su seno, sin verse alterada por el caudal que, en silencio, llegaba; y, ella, allí quieta, invitada casual a tan sublime espectáculo. El tiempo se detuvo y dio lugar al disfrute de los sentidos…
Hola, muchacha —dijo una voz autoritaria a sus espaldas.
— ¿A dónde te diriges? ¿Qué haces sola por aquí? — el guardia se acercó demasiado a ella.
Se trataba de unos de los soldados que iban camino de efectuar el relevo que debía tener lugar al sonar las campanas para el cambio de riego.
Se acabó, hasta aquí he llegado. Pensó, Sultana, mientras se tapaba la cara con su shayla. Eso le permitió ocultar, a la mirada del soldado, las gotas de sudor que le caían por las sienes. Se quedó petrificada, sin respuesta. En otras circunstancias, allí abajo, en su pueblo, en cualquiera de sus calles que empezaba a añorar, arrepintiéndose de haber llegado hasta allí, sin los ropajes bajo los que se escudaba, su interlocutor habría percibido que estaba pálida como la leche. Se encontraba en un lugar que le estaba vetado a los de su religión.
El soldado, profesional, se le acercó y con la mano en su hombro le preguntó de nuevo sobre el motivo de encontrarla allí sola encaminándose a no se sabía dónde.
Yo…—empezó a decir, Sultana, sin tener decidido el final de la frase. Notaba, cada vez más, la presión de los dedos del guardia en su frágil hombro de una cristiana dedicada a la enseñanza de sus niños…imágenes de ellos volaban por su mente…”quizá no los volvería a ver”, fue otro de los pensamientos que, en ese momento, atropelladamente se le amontonaban y le impedían encontrar una respuesta creíble a la pregunta simple… y…el tiempo para darla… se le estaba acabando.

CONTINUARÁ…….