Siempre en época
de vacaciones me viene a la cabeza una época de mi juventud, en mi último curso
de bachiller, en la que pasé una época en silencio. En ese silencio que da la
tranquilidad de espíritu. Ese silencio es distinto a cualquier otro que podáis
imaginar. Un silencio que te envuelve y te dice que sigas tranquilo, que no
pasa nada, que el silencio es solo silencio y te ayuda a oírte. Ese silencio de
algunos ratos, en los que debía respetarlo, me ha acompañado toda la vida y me
viene a la mente muy a menudo. En
aquellos días de retiro teníamos horas de charlas y de debatir con los
compañeros. También había momentos para la oración, siempre en un entorno que
invitaba a ello. Una iglesia espectacularmente austera y exageradamente
acogedora. Bancos de madera, increíblemente limpios y solo de madera. Media luz
en toda la estancia. Ruidos sin querer de zapatos que llegaban y otros que se
retiraban. Crujir de los reclinatorios, también de madera, con los recién
llegados. Sí, y el olor a incienso ya casi desapareciendo tras la celebración
anterior, contribuía al silencio.
Ciertamente
fueron unos ejercicios espirituales que me dejaron huella y que consiguieron
que no haya dejado de tener presente que alguna vez volveré a aquel lugar para
pasar unos días conmigo mismo, en silencio. Fueron en un monasterio envuelto en
la austeridad que caracteriza a la orden que lo habita y mantiene para su vida
contemplativa y para permitir que gente de la calle comparta, al menos una vez
en la vida, esa manera de entenderla.
Hace unos años
tuve la oportunidad de visitar de nuevo aquella isla en este mundo de
injusticias y egoísmos. No me lo podía creer. Pude oír de nuevo el canto
espiritual de aquellos monjes que se me antojaban ser los mismos que me
acogieron con mis diecisiete años. No lo eran, evidentemente, pero eso no restó
ni un ápice a mis recuerdos que llegaron atropelladamente. Los árboles del
claustro ya habían crecido demasiado, aunque uno se mantenía firme señalando al
más allá; hacia donde más de una vez mi mirada en aquellos años de ilusiones se
había dirigido. Seguía allí y me estremecí. Me hubiese quedado, al menos unas
horas, en aquella tarde de verano.
Mientras
escuchaba aquellas voces que me resultaban tan conocidas fue como surgió la
historia que hoy os quiero traer y que no aparece por este espacio desde el
2015.
Y diréis, qué
tiene que ver una historia para pequeños con esta llena de espiritualidad que
os cuento. Pues la verdad es que no lo sé, pero me vino a la mente en una época
de gran producción literaria, en la que escribí la mitad de mis cuentos. Aquel
verano, en el que pude volver a ese entorno de paz, dí vida a Queso cremoso. Posteriormente escribí Rabo de ratón, que se localiza en el
mismo escenario del cuento anterior, un monasterio de monjes, con los mismos
personajes: un montón de monjes y dos ratones de color común, sí, el que tienen
los ratones comunes…sí, eso, gris ratón.
Rabo de ratón, como os digo, fue escrito en segundo lugar
aunque la historia se localiza en un tiempo anterior a lo que se cuenta en Queso cremoso.
Hoy os traigo
esta primera entrega de las peripecias de Alf
y de Gos, dos ratones poco comunes. Y lo quiero hacer para, además
de divertiros, compartiros, entre líneas, lo que yo viví en aquel año
inolvidable de mi juventud.
Los dos cuentos
los tengo comprometidos con una gran ilustradora que, por sus múltiples
compromisos, no encuentra el momento de darles vida. Están parados desde hace
unos años esperando a sus pinceles que maneja de manera precisa y espectacular…ya
os la presentaré cuando llegue el momento. Pilar, no veo el momento de que puedan
estar ambos en las librerías. Sé positivamente que cuando te pongas manos a la
obra encontraremos, fácilmente, una editorial que se implique en su publicación.
Sabemos ambos que las historias lo merecen. Recibe un fuerte abrazo. (Sé que
todos vosotros me disculparéis por no revelar su nombre todavía. Gracias,
amigos)
Bueno, pues nada
más por hoy.
Disfrutad de este
final de agosto y encarad el nuevo curso con la capacidad de soñar y de ser
felices que siempre os recomiendo. Yo así lo haré aunque, como siempre, me costará
un montón volver a la rutina de mi trabajo.
Un gran abrazo
lleno de cariño para todos vosotros.
José Ramón.
Entre las montañas
plagadas de árboles que se deslizaban protegiendo sus laderas con sus brazos
repletos de recias hojas, es donde discurre esta divertida historia sobre las
correrías de dos ratones, Alf y Gos, entre los muros fríos de aquel monasterio
que descansaba al abrigo del solitario valle. A ambos se les consideraba más
listos que inteligentes —aunque
Gos tenía una inteligencia propia del más inteligente de su especie.
El entorno en el que se desarrolla la historia cobraba toda
su vida cuando sus monjes cantaban. Sus bonitas voces ya, desde hace mucho
tiempo, formaban parte de aquel espacio que respiraba paz…¿siempre? …pues la
verdad es que no se podía decir que precisamente se respirase paz cuando Alf,
con su barriga llena de queso —el
más glotón de los dos—, y Gos salían huyendo, tras una de sus escaramuzas, por
los interminables pasillos del monasterio… divertidos a veces, y con el pánico
metido en sus cuerpecillos grises, otras.
Esta es una historia
de aventuras en la que dos ratones campan a sus anchas por el monasterio,
paseándose por los lugares donde trabajan, descansan y rezan los monjes a los
que consideran sus amigos y protectores…bueno, no a todos...
Era la hora de la comida; era cuando el Sol del mediodía más calentaba
en aquel monasterio resguardado por las montañas y rodeado de magníficos
ejemplares de abetos y de serios, altivos y elegantes cipreses. Los monjes
hacían un alto en su callada labor y se disponían a comer.
Sentados en los bancos corridos de madera del austero comedor, con sus
cabezas gachas cubiertas por sus amplias capuchas de color marrón oscuro y de
tejido áspero y nada amable; estaban los monjes saboreando la sopa del día
servida en sus cuencos de barro, mientras escuchaban al hermano de turno que,
con voz clara, pausada y transmisora de espiritualidad, leía pasajes de alguno
de los muchos libros religiosos que atesoraban.
En silencio, todos ellos, comían y meditaban sobre lo que estaban
escuchando.
Gustaban echar migas de pan en la sopa que acompañaban con un buen vino
de cosecha propia que, celosamente, mimaban y custodiaban en la antigua bodega
del monasterio.
Fray Tomás, un entrañable monje, solía sentarse en la parte más alejada
del relator pues le gustaba compartir sus migas de pan con sus dos amigos, Alf
y Gos, que pacientemente, casi apoyando sus pequeños hocicos en sus pies,
esperaban bajo la mesa que dejase caer esos deliciosos trozos de pan.
Alf y Gos eran dos ratones de color gris, orejas grandes y bigotes,
como la mayoría de los ratones comunes, aunque estos de común, común, no tenían
demasiado...Compartían su vida con la de aquellos frailes que se pasaban la
mitad de su tiempo rezando por todos los que, fuera de aquellos muros, vivían
su trepidante mundo sin reparar casi en como el tiempo pasaba por sus vidas.
Alf y Gos no sabían rezar, pero……………………….
Una vez, gracias a los reflejos de Gos, Alf se libró de que su frágil cuello
fuese atrapado por el frío e implacable hierro de un cepo que, violentamente,
se liberó cuando sus manos empezaban a atenazar tan delicioso manjar, con la
intención de llevárselo a la boca. Gos lo cogió del rabo y tiró de él
enérgicamente,………………
…………………………………………………………………………
Alf, le pedía insistentemente a su amigo que idease algo distinto para
no asumir tanto riesgo a la hora de hacerse con el manjar que tan
sugerentemente esperaba pinchado sobre la madera de la trampa. Gos, le decía
que el mecanismo del cepo era tan sumamente rápido y violento que no encontraba
manera de pararlo interponiendo algo en su camino. Que, de momento, debían de
continuar con esa estrategia que tan buenos resultados les estaba dando y que
seguiría haciéndolo mientras Alf… conservase su rabo……………………………………………..
“Un momento Alf, me parece extraño que haya, justo en los
aledaños de la celda de fray Espina, un trozo de queso abandonado…”, y
continuó, “…debemos de tener cuidado, seguro que es otra de sus trampas.”………………………………………
El reguero de queso condujo a nuestros hambrientos roedores a un cuarto
que en su día fue un aula. Estaba vacía de muebles y parecía que no se había
abierto hacía años, a juzgar por las telarañas que protegían los rincones del
techo.
Una vez se encontraron los ratones dentro, en mitad de la antigua
estancia, comenzaron a llegar monjes con sus capuchas, como de costumbre,
cubriendo sus cabezas. En esta ocasión era para ocultar su identidad.
Portaban una escoba cada uno y, cerrando la puerta tras de si, a la voz
de: “¡Qué no escapen!” y “¡Ya son nuestros de una vez por todas!”, se
abalanzaron sobre los ratones con la intención de aplastar sus grisáceos y
suaves cuerpos, de un escobazo. Éstos, con sus estómagos llenos del
queso……………………………..
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