Parecía que había
amanecido un día excelente, y lo digo porque todavía el Sol estaba empujando la
noche y haciéndose un hueco en el horizonte. Se levantaron excitados por poder
disfrutar de otro domingo haciendo lo que más les gustaba: patinar. Eran tres.
Y a cualquier observador le hubiese costado más de unas horas saber quién era quién.
—¡Vamos,
daos prisa que, al final, se nos harán las diez y no habremos ni salido de
casa! —dijo Lucía, la “madre” de los iguales pequeños. Siempre actuó, Lucía,
como su madre cuando, sus padres hacían frecuentes viajes, supuestamente, y era
mucho suponer, de negocios. Lucía nunca lo creyó.
Casi
una generación era lo que la separaba de sus hermanos que aparecieron en este
mundo sin avisar y cuando todos ya tenían la vida más o menos organizada. La
única que fue capaz de cambiar su rutina fue Lucía, y me imagino que una
supuesta responsabilidad de hermana mayor tuvo algo que ver en ello. El caso
era que, y estaba encantada por ello, los domingos eran algo especial, también
para ella.
—¿Lleváis
las bolsas?, ¿las gorras?...¿los zumos?...siempre eres el último Mati y un día
te vamos a dejar en casa…—nunca esas amenazas tenían vocación de llegar a
cumplirse, sobre todo cuando se trataba del pequeño Mateo: Mati, como así le
llamaban todos, era algo especial.
Allí
iban los cuatro con sus mochilas cargadas de zapatos de piel dura y suela
imposible de doblar, entre otras cosas porque tenían adosados en sus plantas
una fila de ruedas bien engrasadas.
Llegan
en tan sólo unos veinte minutos. El banco siempre el mismo: de piedra. El
ritual, también: Marcos en el extremo y el que más prisa se daba: quería estrenar
la pista ese día aunque los patines no estuviesen todo lo bien atados que
deberían, que era lo que siempre sucedía. Su ansia por salir a la pista le
hacía no valorar acertadamente el riesgo que suponía llevar los patines de
aquella manera, aunque Lucía siempre le decía lo mismo: “Un día vendrás a
vernos patinar con una bonita escayola en la que te firmaremos todos…”
La
pista era vieja. El paso del tiempo le daba un aspecto que no engañaba sobre el
cuidado que había que tener al patinar. Pero era su pista, la de los cuatro, y
así la consideraban todos, al menos los domingos por la mañana en los que el
resto de patinadores habituales estaban todavía enroscados en las sábanas. Su
aspecto era ciertamente descuidado pero tenía algo que les gustaba a todos: era
su espacio, el de las mañanas dominicales en el que disfrutaban unos con otros.
Lucía
les ponía nerviosos mientras todos sentados se ajustaban como podían los
patines.
—Vamos,
Juan, que Marcos va a terminar el primero, como siempre, y yo seguro que te
gano también —les decía entre risas y nervios divertidos—. Lucía, ayúdame que
no puedo yo solo —contestaba Juan cuando ella lo ponía demasiado nervioso para
acertar con los cordones y los agujeros.
Eran
cinco minutos muy, muy divertidos y con altas cotas de jolgorio compartido y
risas nerviosas, empujones cariñosos, cogiendo los cordones del de al lado,
escondiendo el patín del pie izquierdo detrás del banco…Marcos era siempre el
objetivo de todo ello porque, no sabían cómo, pero siempre salía primero a la
pista y desde allí les hacía burla y con los dedos el signo de la victoria: ¡Gané
otra vez! —no dejaba de reír con esa risa contagiosa que tanto gustaba a Lucía
y tanto cabreaba al resto de sus hermanos—. Marcos siempre competitivo,
concentrado en ganar y, al ser el mediano de los trillizos, tratando de
destacar, eso sí, de manera inconsciente. Ya se sabe, los medianos siempre en
medio del mayor y el pequeño. Un quiero y no puedo, desde su punto de vista…el
pequeño, lo es y pasa de esos asuntos…y el mayor…pues eso, el supuesto
responsable de todos, el ejemplo para el resto, con pocas prebendas y demasiadas
obligaciones —¿se nota que soy el mayor de mis hermanos? —. En el caso de los
tres pequeños protagonistas de esta corta historia, estas diferencias eran
mínimas, simplemente por la definición de qué son los trillizos.
¿Y
qué hacía el pequeño? Mateo, Mati para todos ellos, sentado al lado de Lucía
llevaba encorvado desde que llegaron, tirando de este cordón, ajustando aquél,
comprobando la lengüeta del patín, que no le hiciese daño…Mati, date prisa que
ya sólo quedo yo y también te voy a ganar —le dijo Lucía en el último intento
de ponerlo algo nervioso, pero fracasó—. No tengo prisa —contestó Mateo seguro
de lo que decía y añadió—, prefiero atarme bien los patines porque así
aguantaré más que ellos en la pista —respondió fulminantemente—. Toda una
filosofía de vida la del pequeño de Mateo.
La
pista necesitaba urgentemente que alguien se tomase la molestia de reservar un
puñado de euros y la acondicionase adecuadamente a los tiempos que vivimos. En
la época en la que se inauguró, sólo Lucía, de la mano de su madre, fueron
testigos de lo que representó entonces: una magnífica y moderna instalación.
Ahora, el tiempo y la dejadez de aquellos que tanto presumieron entonces, deja
ver un espacio poco adecuado y ciertamente peligroso para el patinaje: esos
bordes, las barras de hierro que lo limitan, el suelo bacheado…
Pero…¿Qué
hago hablando del estado de la pista? Sólo, esta noche, os quiero contar lo que
ese espacio significaba y significa para nuestros protagonistas: era su espacio
familiar, aquél en el que vivían, domingo tras domingo, ese tipo de momentos y
vivencias que se recuerdan toda la vida. No se cuestionaban si la pista era así
o asá; si era más o menos peligrosa: para ellos era su espacio, la mejor pista
del mundo; como la de los juegos olímpicos de invierno…bueno, como esa no pues
no era de hielo, aunque sus sensaciones eran parecidas: se movían con una
libertad que hacía soñar; yo creo que incluso iban con los ojos cerrados o, al
menos, eso me pareció cuando los vi por primera vez. Se entrecruzaban, se
tocaban y se superaban, sin excepción, en hacer los más bonitos y sensuales
requiebros que cualquier patinador de nivel firmaría…claro, en ese suelo.
Yo
os dejo ya, en esta noche que amenaza tormenta de verano, con la imagen de sus
sonrisas y caras de velocidad cómplice en los cruces y en los apretones de
manos, una y otra vez. Por mi parte estoy deseando volverlos a ver el domingo y
sentarme en esos tubos que, sin embargo a mí, sí me parecen muy peligrosos.
Para mí son Lucía y los tres evangelistas. ¿Qué haría a sus padres el ponerles esos
nombres? Menuda paradoja de la vida.
Amigos,
soñad y sed felices.
Buenas
noches de verano.
José
Ramón.
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