Hola, amigos, buena
noches. Ya estamos llegando juntos al final de este relato por capítulos.
Relato de amor según algunos de vosotros, por lo que me transmitís en los
mensajes. Pero, ¿estáis seguros que es de amor? Igual al final de este capítulo
no pensáis lo mismo. Intento mantener la expectación para que ninguno sea capaz
de apostar por un final seguro. Espero que no haya nadie que sepa a ciencia
cierta lo que va a suceder. ¿Os atrevéis a darme un final? Lo que si os aseguro
es que en el capítulo quinto, en el último, hay una sorpresa.
Me gusta recorrer este
camino, a través de un relato, junto a vosotros. Es como cuando vas en un tren
con un compañero de viaje que has conocido, precisamente aquí, en el tren,
porque habéis decidido dirigiros al mismo sitio buscando cosas parecidas. Juntos
descubrimos el camino. Con vosotros encuentro una senda por la que me aventuro
a contaros cosas. Seguramente, si no estuvierais tras esta pantalla, no sería
capaz de ensayar nuevos entornos. Me contentaría con limitarme al tema infantil
y ya está. No porque sea de poco empaque, que no lo es de ninguna forma; sino
porque no me atrevería con otros formatos y otras temáticas. Con vosotros me
atrevo a experimentar y me someto a vuestro juicio. Con vosotros mejoro en
todos los sentidos. Mejoro mi forma de contar historias. Estoy seguro que ello
hace mejorar mi forma de contarlas para los más pequeños.
La literatura infantil
requiere de unas herramientas y unos mecanismos especiales. Me imagino que cada
tipo de literatura tiene los suyos. En mi caso encuentro que, el de vez en
cuando adentrarme en otros mundos en los que hay que ejercitar la imaginación,
me ayuda a escribir para niños. Ellos son todo imaginación y fantasía. Ellos
requieren historias más simples en la concepción, pero, por el contrario, más complicadas
de contar. Llegar al corazón de un niño considero que no es fácil. Yo encuentro
en mi camino junto a vosotros la manera de entrenarme para llegar a los
pequeños.
Por cierto, ya os
avanzo que estoy terminando un nuevo cuento sobre música. Quizá pueda ser un
complemento a mi primer álbum ilustrado: “La nota que faltaba”. Pero eso es
otra historia.
Ahora os dejo con
Sultana. Espero que os guste. Ya me diréis, amigos.
Un cariñoso abrazo y
no dejéis de soñar y de ser felices.
José Ramón.
Al terminar la clase de la tarde, salió
rápidamente de la madrasa. Llegaba tarde. Dejó la clase apresuradamente, casi
sin mirar a sus alumnos y más preocupada de abrigarse y no dejar caer sus
libros y su bolsa ancha de un cuero ya raído por los años y, sobre todo, por el
uso, que de despedirse de ellos. Entro en casa tan rápido como salió de la
escuela. Cogió al vuelo una shayla de color neutro y una chilaba gris oscura.
Ninguno de los dos colores llamarían la atención…no quería pensar en lo que le
pasaría si la descubriesen. Así, pasaría desapercibida. Eso esperaba. El riesgo
era algo secundario y se daría por bien corrido si consiguiese verlo y él la
aceptase.
Se conocían de lejos y de lejos se miraban
cuando él, fuera de los muros, le gustaba pasear sin rumbo por entre las calles
del pueblo que le atrapaba desde allí arriba. No salía demasiado porque tampoco
estaba demasiado bien visto. Ese trasiego de personas de dentro afuera y, menos
frecuentemente, de fuera adentro, no gustaba demasiado, por temas de seguridad
principalmente, al entorno del Sultán. Kamil, quizá por su posición
privilegiada en la corte, tenía cierta bula y se podía permitir alejarse por
unas horas de su entorno cerrado que le causaba, a veces, cierta sensación
claustrofóbica.
Ambos, Kamil y ella, eran de edades parecidas.
Sus padres y abuelos se conocían de cuando compartían su vida entre los muros
de la alcazaba. Ellos dos no, pero sí se reconocían como algo cercano, no
exento de curiosidad y cargado de una atracción para la que no encontraba una
lógica razonable.
Sultana conocía como entrar en la fortaleza.
Pasillos complicados en su diseño, galerías con pasos angostos y no demasiada
luz, subterráneos con ese olor penetrante de la humedad que producen las gotas
que lloran los cimientos de la fortaleza, eran el camino que los separaba. Todo
ello formaba parte del complejo entramado de seguridad del Sultán que le
permitía escapar, de manera rápida y segura, en caso de asedio y asalto a la
fortaleza, de sus enemigos. Esa red era conocida por el padre y el abuelo de
Sultana y, gracias a las historias que le confiaron, por ella misma. Varias de
esos túneles y pasajes tenían su salida en puntos estratégicamente camuflados
en las inmediaciones del pueblo e, incluso, en su interior, lo que permitía al
Sultán, una vez fuera, pasar desapercibido y lograr escapar al cerco. Una de
estas salidas, por razones obvias debido a su prestigio en la corte, tenía su
final en la casa de su abuelo, en una parte disimulada de su pequeño jardín.
Sultana la usaba con toda la discreción del mundo y, por supuesto, sin el
permiso de su abuelo que nunca estaba por las inmediaciones cuando ella se
adentraba en el túnel.
Cierto era que, en aquellos tiempos, ya aquel
entramado de seguridad no era considerado tan importante y crítico como antaño
y, por ello, la vigilancia sobre él era más bien esporádica y las rondas que lo
recorrían, sin llegar a salir al exterior, eran aleatorias y muy de vez en
cuando.
Ya en el jardín de su abuelo se aseguró de que
ni él ni nadie andaba por allí cerca. Abrió una pequeña portezuela de madera
muy bien disimulada entre la vegetación, más o menos cuidada, del irregular
jardín. El acceso era más pequeño que la entrada de la típica caseta de perro
de mediana estatura. Ya estaba dentro. Casi en la oscuridad total se puso las
prendas árabes que le permitirían, eso esperaba, pasar desapercibida cuando
tuviese que recorrer la parte más peligrosa en el trayecto a los pasadizos que
la auparían a la torre: debía atravesar algún que otro jardín y más de un pasaje
entre taraceas y bajo preciosos mocárabes, expuesta a las miradas de cualquiera
de los habitantes de la alcazaba o, y era lo que más le preocupaba, cruzarse
con algún miembro de la guardia de la corte. Estos eran muy conocidos por su
rudeza y trato desabrido.
Cogió la pequeña lata de yesca en el hueco
horadado al efecto en la pared y encendió la pequeña antorcha que se encontraba
en la entrada. Cerró la puerta tras de sí. Tenía frío. Había mucha humedad.
Comenzó a andar y sus pisadas en el suelo arcilloso resbaladizo no la dejaban
concentrar su sentido del oído en tratar de anticiparle la llegada de una
posible ronda. Se paró de repente…Su corazón latía como el bafle a pleno
rendimiento de aquellas discotecas de locos a las que íbamos en nuestros tiempos
mozos para no poder hablar con nadie mientras tomábamos una copa. Ya se le
habría salido por el esófago si éste se comunicase con el vital órgano
musculoso. Falsa alarma. Continuó con precaución pero sin dilación.
Estaba nerviosa. Quedaba poco tiempo para las
campanadas que anunciaban el cambio del
riego. Se había decidido a dar el paso aunque algo le decía que le podría
costar cara la aventura.
El acceso a palacio estaba en el interior de
una antigua mazmorra que, por la dejadez y por el tiempo que llevaba sin
usarse, estaba a merced del tiempo, la humedad y los roedores. Su puerta
metálica con barrotes estaba desvencijada y a duras penas sujeta a la pared. Ya
se encontraba en la celda. Apagó la antorcha y la dejó colgada en la pequeña
cesta que se encontraba al efecto en la pared. Ya con las manos libres se
abrazó queriéndose dar calor y ánimo. Allí hacía frío también. Se frenó en
seco. Unas voces no demasiado lejanas le indicaban que ya estaba en palacio y
cerca del acceso al primer jardín.
Llegó a una pequeña puerta, tras subir unas
escaleras excavadas en el muro. Esa que, por una parte, era una puerta y, por
la otra, la que daba al jardín, parte del muro con ricos adornos árabes en su
yesería combinados con los siempre frescos y elegantes arabescos. Pegó su oreja
a la puerta, antes de accionar la manecilla que la liberaba, para intentar
detectar si había movimiento en el jardín. No se oía nada. La giró lentamente y
no pudo evitar un inconfundible chirrido de unos goznes que no eran engrasados
desde hace décadas. Se juró que la próxima vez lo haría ella misma, aunque no
estaba segura de que tal circunstancia ocurriese. El muro se abrió. Miró a uno
y otro lado, deprisa, nerviosa y cerró a sus espaldas lo que desde allí era
muro.
Atravesó el jardín
de los pensamientos. Quizá el más bello de todos. Iba rápido y apartando un
poco la shayla miraba de reojo aquella belleza. No se dio cuenta pero sus pasos
se fueron deteniendo, como cuando nos quedamos sin gasolina en la carretera y
estamos iniciando una pendiente. Tuvo la tentación de quedarse allí sentada. El
tiempo se paró para ella.
Perdió la noción del rato que llevaba mirando
el reflejo de los muros, tejados, paredes y vegetación en la quietud del agua
que llenaba la cuadrangular alberca. El espíritu de sus diseñadores, antiguos
arquitectos con una sensibilidad y un arte inigualable y propio de una cultura
centenaria, la tenía abrazada. Su quietud la compartía con aquel remanso de paz
que invitaba a la reflexión y al descanso, sobre todo mental. Parecía formar
parte del entorno: las fuentes, dejando brotar el agua en forma de chorrillos
de una delgadez extrema, como pidiendo permiso para salir; la superficie del
agua, cómoda con su reflejo del entorno en su seno, sin verse alterada por el
caudal que, en silencio, llegaba; y, ella, allí quieta, invitada casual a tan
sublime espectáculo. El tiempo se detuvo y dio lugar al disfrute de los
sentidos…
— Hola,
muchacha —dijo una voz autoritaria a
sus espaldas.
— ¿A dónde te
diriges? ¿Qué haces sola por aquí? — el guardia se acercó demasiado a ella.
Se trataba de unos de
los soldados que iban camino de efectuar el relevo que debía tener lugar al
sonar las campanas para el cambio de
riego.
Se acabó, hasta aquí
he llegado. Pensó, Sultana, mientras se tapaba la cara con su shayla. Eso le
permitió ocultar, a la mirada del soldado, las gotas de sudor que le caían por
las sienes. Se quedó petrificada, sin respuesta. En otras circunstancias, allí
abajo, en su pueblo, en cualquiera de sus calles que empezaba a añorar,
arrepintiéndose de haber llegado hasta allí, sin los ropajes bajo los que se
escudaba, su interlocutor habría percibido que estaba pálida como la leche. Se
encontraba en un lugar que le estaba vetado a los de su religión.
El soldado,
profesional, se le acercó y con la mano en su hombro le preguntó de nuevo sobre
el motivo de encontrarla allí sola encaminándose a no se sabía dónde.
— Yo…—empezó a decir, Sultana, sin tener decidido
el final de la frase. Notaba, cada vez más, la presión de los dedos del guardia
en su frágil hombro de una cristiana dedicada a la enseñanza de sus niños…imágenes
de ellos volaban por su mente…”quizá no los volvería a ver”, fue otro de los
pensamientos que, en ese momento, atropelladamente se le amontonaban y le
impedían encontrar una respuesta creíble a la pregunta simple… y…el tiempo para
darla… se le estaba acabando.
CONTINUARÁ…….
4 comentarios:
Muy bueno el capítulo tiene mucha intriga. Me ha creado mucho interés.
Me alegro, Mercedes. Ese era el objetivo. ¿Te apuntas a un final? Gracias por tu comentario. Un abrazo cariñoso.
Se ha hecho de esperar pero, ha valido la pena.
Me ha gustado mucho como lo describes todos, es como si estuviera allí viendo. Espero impaciente el final pues me has dejado muy intrigada.
Un abrazo 🤗
Vaya, Mari Sol, gracias por tu comentario. Pretendo justo lo que me dices que hago: intento llevarte a ti y al resto de lectores al escenario que os presento para que lo viváis como yo lo veo y lo vivo. Si lo consigo es mi mayor recompensa y si encima os gusta pues feliz. Espero que el final, el quinto, no te defraude. Un cariñoso abrazo. José Ramón.
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