Hola, amigos, buenas noches en este día de los Reyes
Magos que espero se os hayan traído muchos regalos: eso será señal de
que os habéis portado muy bien durante todo el año pasado. Bueno, pues éste es mi
regalo en este día que ya acaba. Espero que paséis un rato agradable leyendo lo
que os traigo en este capítulo segundo de “Línea 29”. Antes de leerlo no dejéis
de leer el capítulo primero, si no lo habéis hecho hasta ahora. (https://jrdecea-cuentamelos.blogspot.com.es/2018/01/linea-29-capitulo-primero.html).
Un cariñoso abrazo para todos vosotros y ¡hasta el tercer capítulo!
José Ramón.
A Gabriel Pocamonta lo recuerdo muy
bien, cuando éramos pequeños. Íbamos al mismo curso y recuerdo en él a un niño
que siempre buscaba “las vueltas” al profesor y así no llegar a hacer todo
aquello que le costaba cierto esfuerzo. No, no era un buen estudiante y tampoco
un buen niño. Trataba siempre de embrollar a todo aquél que se le pusiese por
delante, incluso cuando el motivo era insignificante. El engaño y el embuste
eran su seña de identidad. Su mirada, ya de pequeño, no era todo lo limpia que
de un niño se espera y hacía bueno lo de “la mirada es el espejo del alma”.
Cuando crecemos, nuestras miserias y defectos se agrandan y, en el caso de
Pocamonta, no fue una excepción.
Como ya he mencionado, regentaba un
taller mecánico del que poco a poco su clientela fue desapareciendo —yo
entre otros, aunque no he dejado de tener contacto con él pues es una persona
no recomendable para tenerlo de enemigo—. Gabriel,
mientras estuvo en Gargantilla, fue un buen mecánico; extraordinario, diría yo;
pero el negocio lo llevaba a semejanza de los usureros más odiados y
despreciados que hayan existido nunca. El ir perdiendo clientela y el poco aprecio
de sus conciudadanos fueron unas de las razones de haberse ido a vivir a la
capital, junto a Teresa Galindo —la razón principal
del cambio—, y abrir allí un nuevo taller y una
consulta veterinaria con los últimos adelantos. Sus vidas, tras el cambio, les
colocaba en una posición bastante desahogada.
Gabriel estuvo casado con Lucía
Martos. Una mujer que no le pegaba “ni con cola”. Era una dama de los pies a la
cabeza que, para su desgracia, el descubrimiento del affaire de su marido con Teresa Galindo no le trajo nada bueno:
Lucía Martos falleció en accidente de tráfico, producido por un fallo mecánico,
mientras conducía su coche, valle arriba, hacia la estación de esquí de la
comarca. Se despeñó en una de las revueltas de la carretera y, cuando llegaron
los bomberos de Gargantilla al lugar del suceso, no pudieron hacer nada por su
vida. Tras dos horas de trabajo duro, lograron extraerla del amasijo de hierros
en el que se había convertido su vehículo. A los dos días recibía cristiana
sepultura en un cementerio abarrotado de vecinos: era muy conocida y querida en
Gargantilla.
En su día lo conté en La Crónica Roja.
Nunca se pudo determinar si el
“fallo mecánico” en su vehículo, que dio origen al accidente, fue producido por
la mano de un experto —dirección a la que todo apuntaba— o causado
por un defecto durante la fabricación. Aunque esto fue así, Anselmo, siempre pensó
que fue su marido, Pocamonta, quien tras matarla se fue con su mujer, Teresa, a
vivir a la ciudad. En el entierro no ocultó este pensamiento y pude oír jurar a
Anselmo que “tarde o temprano pagaría por ello el Pocamonta”.
Luis Martos tampoco se creyó nunca la versión
oficial del accidente sufrido por su hija, Lucía. Policía local retirado ya
hace unos años, todavía daba vueltas en su cabeza a las posibles causas que
hicieron que la dirección fallase en aquel vehículo supuestamente bien
mantenido.
Yo conozco a Luis mucho y, de vez en cuando, me
gusta tener largas conversaciones con él. Es un profesional no demasiado
querido en el cuerpo porque es de esas personas incómodas para el jefe: muy
profesional y siempre evitando cruzar esa línea difuminada que separa lo que
está fuera de la Ley de lo que no se puede hacer a la hora de, por ejemplo, una
intervención policial, del tipo que sea. Este, por su parte, estricto cumplimiento
de la Ley y de los procedimientos establecidos hacía que no fuese demasiado
estimado, ni por sus jefes ni por sus compañeros, aunque, por su exacerbada
integridad, sí contaba con el respeto más absoluto por parte de todos ellos. A
mí me caía muy bien.
—Vaya, ya es hora de irme, mamá —dije dándole
un beso en la frente a mi madre que, con sus ochenta y tantos años (ella,
coqueta, nunca me deja que diga su edad), se quedaba frente a la tele haciendo
ganchillo.
—¿Ya te vas a buscar cadáveres? —siempre me
despedía igual.
—No, mamá. Ya sólo me ocupo de los entierros…
—le dije con sorna y cerré la puerta tras de mí.
Hacía bastante frío y todavía se veían los
restos del temporal de nieve del fin de semana pasado. Era jueves y debía
coger, como todos los jueves, el 115 que me llevaría a Grande. Al día siguiente
quería ir a ver a Trescantos por si tuviera algo para mí.

—Hola, Cebrián. No te veo buena cara —dije
abriéndome paso entre sus piernas y las paredes de cristal.
Continuará…
3 comentarios:
Me gusta que añadas fotos reales aunque la imaginación también va añadiendo detalles de la historia. 😉 Vas describiendo cada personaje y sus vidas con mucha naturalidad que hace que te quedes con ganas de leer más, muy amena lectura😍 A por el tercero voy 🤣
Gracias por tu impresión sobre el estilo que empleo. Me estimula a seguir contándoos cosas que os permitan meteros en el escenario que os planteo. Gracias por lo que dices. Un fuerte abrazo, Helena.
Ya ves José Ramón es la verdad. Un abrazo también para ti.A seguir así 😊
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