Unos meses previos, o quizá algún año antes…en
el mismo lugar…
Los relámpagos hacían presagiar lo peor. Uno de
ellos dejó ver en la noche, como en las buenas películas de suspense, el nombre
del velero, de casi 20 metros de eslora, que ya había recogido sus dos velas,
la mayor y la génova. El viento fuerte podría dañarlas y su patrón había decidido
navegar a motor. “Queen of Queens”, resaltaba en la aleta de babor con letras
de oro.
—Reina, esto se pone feo —le dijo a ella que,
con mucho esfuerzo por mantenerse medianamente en equilibrio, trataba de
asegurar los armarios en el camarote que acababan de escupir todos los útiles
de limpieza, latas de conserva y demás víveres para los días de navegación que
parecía tocaban a su fin, a juzgar por lo que había fuera de la estancia seca en
la que ella seguía luchando.
A él le gustaba llamarla así pues realmente era
su reina en su vida. No llevaban
demasiado tiempo casados y su luna de miel la habían retrasado hasta entonces.
En su momento asuntos laborales impidieron celebrarla como Dios manda.
Venían de otros mares y su bandera en la popa lo
revelaba. La vida, que siempre es muy caprichosa, más de lo que a veces
quisiéramos, les condujo aquella noche frente a aquellos acantilados traicioneros
con una historia muy próxima a lo macabro.
—¿Cómo vas ahí abajo, reina? —gritó con el
rostro helado y chorreando agua salada mientras otra ola trataba de engullir el
barco entero.
—Ya tengo todo asegurado, aunque no sé lo que durará.
Esto se mueve demasiado —contestó a voces que se ahogaban entre el crujir de la
fibra de vidrio del casco del barco y el golpeteo inmisericorde de las salvajes
olas, mientras se terminaba de colocar su traje de agua y encaraba los
pocos escalones que la separaban de donde él continuaba tratando de controlar el barco. En aquellos instantes, la cubierta, era lo
más parecido al infierno, pero con agua y viento.
Presentía que debían de estar juntos en aquellos
momentos y no lo dudo. Subió junto a él, por muy peligroso que aquella situación parecía. Realmente lo era.
—Hola —le dijo él y la beso.
Fue lo último que se dijeron.
Una ola golpeó definitivamente el velero,
considerado muy marinero. No pudo resistir aquel embate final.
Peninsula
Ibérica…
—¡Espere Capitán! Allí, por estribor, se adivina
una débil luz en lo que parece ser un faro. Se apaga y enciende siguiendo
siempre la misma secuencia —informó desesperadamente el segundo oficial—. No
figura en ninguna de las cartas de navegación, aunque sí en las más antiguas de
hace unas cuantas décadas. Su código no es el mismo que solía utilizar pero
tiene el patrón de los utilizados por los faros —concluyó con cierta
satisfacción.
Así fue como el Península
Ibérica, apoyado en aquél clavo ardiendo, logró evitar, por bien poco, los mortíferos cuchillos salientes de los
acantilados y llegar a la Isla Noya cuando ya empezaba a clarear, con una
tripulación extenuada y feliz de volver a ver la luz del día. Nunca unos convictos
tuvieron más ganas de ser encerrados en sus celdas como en aquella ocasión.
Durante la mañana de su llegada, el capitán del buque se
entrevistó con el director del Nueva Noya
y le relató la penosa noche de miedo e incertidumbre que pasaron a bordo del Península, como a su capitán le gustaba
llamarlo cariñosamente, y más después de aquellas horas dramáticas. Le contó el
alivio que supuso ver aquella extraña secuencia de luz tenue y, a veces,
temblorosa. Tanto le debían a esa señal nocturna y tan extraña les pareció que
decidieron ir juntos a la zona en la que la divisaron.
El director ofreció al capitán trasladarse en su
pequeño yate oficial que descansaba en el embarcadero del penal. El temporal
había remitido y el mar presentaba una asumible marejadilla.
El capitán proporcionó las indicaciones de
situación de donde aquella lucecilla hizo su trabajo para salvarles la vida.
Realmente era un buen marino, conocedor de su oficio, y sus indicaciones fueron
todo lo precisas que necesitaron para avistar rápidamente, en el litoral, el pequeño cabo que andaban buscando.
En
él se adivinaba una pequeña edificación de lo que, a bien seguro, fue en su día
un faro, como bien dijo el segundo oficial la noche pasada. Solo tenía la
corteza exterior de piedra. La cúpula superior carecía de la vidriera y las
lentes y el sistema giratorio que en su día hizo sus funciones. Las paredes se
mostraban con desconchones producidos por el abandono y quizá también por la
furia de los vientos. Alguna pintada hecha por artistas del tres al cuarto
también le daba un aspecto de abandono. La puerta no existía y en su lugar
había unas tablas apoyadas. Estaban ya a menos de media milla y el capitán le
pasó los prismáticos, con los que fue describiendo todo lo que estaba
divisando, al director.
—¡Mire, director! Allá, bajo la cúpula. Aquello
que brilla. Parecen unas letras que no consigo identificar. Reflejan demasiado
la luz del Sol.
—Queen…of…Queens…—casi
deletreando y sin saber muy bien lo que significaba el director le devolvió los
prismáticos para que pudiese, su compañero de viaje, confirmar lo que acababa de leer.
CONTINUARÁ...
Buenas noches mis queridos. Por favor, no dejéis
de soñar y de ser felices.
José Ramón.
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