Buenas noches amigos. Sultana, llega a su fin y os tengo que confesar que me da un poco
de morriña. La verdad es que me siento cómodo escribiendo este tipo de relatos
por capítulos. Sultana ha sido un
relato especial para mí. Ha estado envuelto por sensaciones y sentimientos que
se han ido entrelazando con las frases que buenamente he podido ir tejiendo.
Sensaciones que me han calado dentro. Sensaciones que he ido descubriendo mientras
la historia iba avanzando. Sultana se
me ha ido revelando. La he ido descubriendo según la historia me llevaba por su
pueblo, por los pasadizos de la Alcazaba y por situaciones que no os quiero desvelar.
Sultana ha sido un relato que no olvidaré
fácilmente. Os dejo con esta última entrega que espera sorprenderos.
Nos vemos en unos minutos…
Sultana seguía paralizada y la mano del guardia
se le antojaba como una tenaza que seguía apretando. Ya le quedaban pocos
segundos para emitir un grito de dolor y las lagrimas empezaban lubricar excesivamente
sus ojos.
— Voy
camino del serrallo — dijo secamente tras haber tomado aire para
evitar que los nervios y el pánico que sentía la traicionasen — la favorita del
Sultán nos quiere dar instrucciones a la hora del cambio del riego — añadió.
El guardia se quedó
mirando, escudriñando la cara de Sultana escondida tras su shayla. Soltó su
mano. Sultana emitió un leve quejido.
El soldado recordó el
relevo que debía hacer al mencionar, Sultana, la hora en la que en breve
sonarían las campanas. Giró sobre sus pies y, sin despedirse, prosiguió su
camino con celeridad. El encuentro con la mujer le había retrasado. La maldijo
entre dientes. Era un buen profesional y no quería faltar a sus
obligaciones…bueno, buen profesional, lo que se dice buen profesional, no lo
demostró…no supo detectar a un intruso en palacio.

Ahora debía salir al
exterior de nuevo. Se encontró en un jardín con una fuente en medio, pequeña
como todas, con su run-run acogedor, y con cuatro canalillos que de ella
partían y se dirigían a sendas albercas, de figuras siempre sugerentes para
capturar las miradas de los que allí habitaban, que se centraban en patios, a
cual más bello. Cada canal miraba a un punto cardinal. El que debía enfrentar
era, por supuesto, el que si se prolongase lo suficiente la guiaría a La Meca.
“Clon-Clon”. Sonó el cambio de riego. Me queda poco tiempo.
Llegó a la fuente. Venía del oeste. La bordeó y corría pegada al canalillo del
este cuando oyó voces que indicaba que alguien se acercaba. Eran varios hombres
que venían riendo y contando historias, probablemente de lo acaecido durante su
guardia, dedujo Sultana.
Estuvo a punto de caer
al pisar una parte demasiado húmeda en su camino veloz para llegar al arco del
final del canalillo del este. Dio un traspiés e incluso introdujo parte de su
pie izquierdo en el agua que se desplazaba a la alberca del patio que ya
divisaba. Las voces ya entraban en el patio. Sultana dio un salto y se coló
bajo el arco y se pegó a su pared izquierda. De espaldas a ella. La pared era
de una belleza extraordinaria. En ella se admiraba varias figuras geométricas: triángulos,
pentágonos, estrellas y polígonos de mil lados todos ellos producto de una
taracea realmente bella. Sultana sabía qué estrella albergaba en su centro la
llave para internarse en un nuevo pasadizo. Las voces ya habían llegado al
patio de los canalillos procedentes del norte. Ahora sí, Sultana, oía con toda
claridad sus conversaciones. Cierto, eran guardias salientes de servicio, como
había supuesto. Con su mano, detrás de la espalda acariciaba la pared tratando
de identificar la estrella salvadora. Con su dedo índice paseaba a gran
velocidad las aristas de los dibujos que adornaban la pared: triángulo…no éste
no,…estrella de cinco puntas…no, la buena es la de ocho puntas…no la
encuentro…estaba por aquí —pensaba, a
punto de ser presa del pánico. No se podía mover pues si lo hacía los recién
llegados podrían llegar a ver aparecer parte de sus ropajes ondear en la
entrada del arco del este. Ellos ya llegaban a la fuente central y pronto
girarían hacia el patio del este…
¡Por Dios, estaba por
aquí!, se dijo ya con los nervios a punto de bloquearla. ¡Ya está!, lo noto:
núcleo de la estrella de ocho puntas. ¡Es ésta!, se dijo mientras apretaba el
pequeño circulito en el centro de la estrella de su vida, en aquella situación.
Ellos bordeando la fuente central. ¡No se abre! De nuevo pulsó…con fuerza. En
el momento que ellos ya enfrentaban el canalillo del este y ya el arco y el
patio final quedaban a la vista, la pared cedió y, Sultana, fue engullida,
quedando tirada de espaldas, en el nuevo pasadizo. La puerta se cerró y en unos
segundos, desde dentro, oyó los guardias, ajenos a lo que acababa de pasar en
ese punto, seguir con sus risotadas y comentarios, muchos de ellos de carácter
obsceno.
Las voces ya se
alejaban. Ella seguía tendida en el suelo del pasadizo, tratando de equilibrar
los latidos de su corazón. Ahora sí que había estado a punto de ser
descubierta. Bien seguro que sí. Necesitaba recuperarse de la tensión a la que
había estado sometida. Respiraba con violencia, con la mirada fija en un techo
que no lograba ver. Algunas de las piececillas de la taracea exterior dejaban
pasar la luz; aspecto que estudiaron a conciencia los artífices de semejante
obra. Ello permitía que el nuevo pasadizo estuviese más iluminado que los
iniciales de acceso al palacio.
Las empinadas escaleras que llevaban a la Torre
de la Alerta estaban ya cerca. Solo tenía que pasar por un estrecho pasadizo
que le llevaba al primero de los escalones. Ya en él, Sultana, se preguntó,
siempre lo hacía, cómo pudieron escavar esa subida escondida, a caballo de la
escalera de uso general. No cabía duda que fue obra de alguno de los muchos
grandes ingenieros y sabios que poseía el mundo árabe.
Kamil miraba el corazón de rojo lacre que, de
nuevo, apareció esa tarde en el lugar que en días pasados lo hizo. Giró
suavemente sobre sí y miró en dirección al muro; al que solía mirar cuando
presentía la presencia de alguien. Él desconocía la existencia de la red de
pasadizos. Ello estaba reservado al personal de seguridad y sus antepasados no
lo eran. De toques de campanas eran los que más sabían, pero la seguridad era
otra cosa reservada a aquellos de la máxima confianza del Sultán.
Ella, Sultana, contuvo la respiración. Él la
sentía. Estaba allí pero…¿dónde? ¿Por qué sentía ese pálpito tan fuerte? Sus
corazones, a sus ritmos, parecían esas peras pequeñas golpeadas por un boxeador
entrenándose a tope. Sultana tenía miedo de que él, al otro lado del muro, lo
pudiese oír. Ella lo veía. Él la presentía.
Kamil se giró y caminó el corto espacio que le
separaba de su atalaya, desde la que siempre se paseaba por el pueblo de Sultana, por sus calles blancas, por el
lavadero, simulando saludar y hablar con sus gentes. Allí se apoyó y se dejó
llevar.
— Hola. —dijo Sultana
a pocos centímetros a su espalda.
Él no contestó
inmediatamente. Suspiró y se echó la capucha de su chilaba hacia atrás sin
llegarse a dar la vuelta.
Sultana, temblaba.
Kamil, también.
— Sultana, te estaba
esperando ¿Por qué has tardado tanto en venir?
Se dio la vuelta y apartándole
la shayla de la cara le dijo al oído, “Hola”, y la besó.
Los días y las semanas
se sucedieron y, Kamil, logró el permiso del Sultán para ceder su puesto
privilegiado en el interior de la alcazaba y bajarse a vivir al pueblo, junto a
Sultana. Ambos en la madrasa fueron felices. Kamil, por fin, podía ver de cerca
la manera en la que Sultana trataba a sus alumnos. Él fue contratado a cargo
del orden y limpieza de aquella escuela envidia de la comarca; no en vano
provenía de una comunidad privilegiada, como era la del interior de la
alcazaba, junto al Sultán, y eso era un orgullo para la multireligiosa escuela.
“Clon-Clon”, sonaban
las campanas anunciando la vida de todos ellos. Sultana y Kamil, siempre que
las oían se buscaban y sonreían.
Queridos amigos, la
verdad es que no sé si este es el final esperado por vosotros…Como no quiero
defraudaros, tengo un segundo final que, a lo mejor, os gusta más. Yo creo que
quizá es el que se merece esta historia cargada de fantasía y…amor.
Ella, Sultana, contuvo la respiración. Él la
sentía. Estaba allí pero…¿dónde?
Se sentó en el banco frente a la campana y al
reloj de sol que parecía parar su tiempo para Kamil. Todo le parecía que
tardaba mucho en llegar.
— Hola…—dijo con esa
voz en la que preguntas si el otro te estaba esperando.
Tomó asiento a su lado.
Kamil se echó unos centímetros a su derecha.
— Hola…—le dijo él en
su oído, una vez había pasado su pierna izquierda al otro lado del banco y ella
recostaba su espalda en su pecho.
Las caras permanecían
pegadas por sus mejillas. ¿Por qué has tardado tanto, Sultana, en venir?,
inquirió Kamil, casi susurrando en su oído, sin esperar alguna respuesta. Nada
se dijeron más.
El Sol se estaba
despidiendo de todos. Especialmente de ellos. Cambiaba su faz brillante por la
de rojo pasión que ambos necesitaban en ese momento. Los ojos de Sultana iban
camino del color de la miel. Los de Kamil brillaban mucho.
Les envolvió la noche
mientras permanecían espalda junto a pecho; mejillas fundidas; oliéndose;
sintiendo sus corazones acompasándose muy lentamente hasta llegar a un latido
común, sin propietario definido. Un solo corazón, rojo intenso, latía en medio
de los dos.
El Sol tímido, por lo
que esperaba encontrase, empezó a llamar a la Torre de la Alerta. Poco a poco,
sus muros eran sobrepasados por unos rayos que proyectaban, sobre el patio de
la torre, una sombra de la figura de granito que la noche cómplice moldeó y
entregó al día.
En el banco donde se
conocieron, hoy Banco de los enamorados
de la alcazaba, unieron, según cuenta la leyenda, sus corazones, Kamil y
Sultana, en abrazo infinito. Sus miradas siguen transmitiendo su brillo al
ponerse el Sol.
Algunos dicen que,
apoyándose en sus cuerpos, se puede sentir un suave y cálido palpitar de un
corazón único. Al que lo oye se le permite coger la barrita de lacre rojo, que
aún permanece donde Kamil la dejó, y colocar un corazón al pie de la escultura,
como señal de que sus corazones siguen latiendo.
No sé si es verdad o
sugestión por querer que se siga cumpliendo la leyenda que os he contado pero,
mi corazón de lacre rojo, está allí donde Kamil y Sultana se susurraron un
último y a la vez eterno hola.
Hasta aquí, Sultana.
Espero que os haya gustado.
Yo regreso a la literatura infantil trayéndoos,
en la próxima entrada, alguno de mis proyectos.
Solo me queda enviaros un cariñoso abrazo y
desearos que nunca dejéis de soñar…y de ser felices.
José Ramón.